Higiene del asesino de Amélie Nothomb
Aunque por la noche ceno bastante ligero. Me conformo con cosas frías, como unos chicharrones, cuajada de cerdo, tocino crudo, el aceite de una lata de sardinas (las sardinas no me gustan demasiado, pero perfuman el aceite: tiro las sardinas, guardo el jugo y me lo tomo tal cual). Dios mío, ¿qué le ocurre? —Nada. Siga, por favor. —No tiene buen aspecto, se lo aseguro. Con eso, me tomo un caldo muy grasoso que he preparado antes: durante dos horas, pongo a hervir unas cortezas de tocino, pies de cerdo, unas rabadillas de pollo, huesos con mucho tuétano y una zanahoria. Le añado un cucharón de manteca de cerdo, quito la zanahoria y lo dejo enfriar durante veinticuatro horas. Sí, me gusta beberme este caldo cuando está frío, cuando la grasa se ha endurecido y forma una tapa que lustra los labios. Pero no tema, no desperdicio nada, no crea que tiro a la basura unas carnes tan delicadas. Tras esa larga ebullición, han ganado en untuosidad, en proporción a lo que han perdido en jugo: estas rabadillas de pollo cuya grasa amarilla ha adquirido una consistencia esponjosa son una delicia... ¿Pero qué le ocurre? —No... no lo sé. Claustrofobia, quizá. ¿Podría abrir una ventana? + Leer más |