Empiezo a pensar que tuve la mala suerte de comenzar a leer Simenon con la que ya sospecho es su mejor obra, La nieve estaba sucia, una vara de medir que pienso me está perjudicando sus otras lecturas.
Aquí podría escribir prácticamente lo mismo que ya comenté en mi reseña de La casa del canal: un planteamiento de lo más atractivo que, sin embargo, no me ha provocado la inquietud, el desasosiego, que desde que leí la obra citada busco siempre en el autor. Afortunadamente, Simenon nunca aburre, su no-estilo hace muy fácil la lectura y los argumentos son siempre interesantes. El argumento de esta lo es y mucho.
Hay quién dice que la novela relata un descenso a la locura, algo hay de ello pero no sería la forma en la que yo lo calificaría. Mucho menos lo describiría como el caso de alguien que de pronto descubre su verdadero yo y se dedica a dar rienda suelta a sus instintos tanto tiempo frustrados, como también he leído por ahí. El libro es la reacción de un narcisista de libro, Kees Popinga, al hundimiento del frágil mundo que se había construido a su alrededor. Popinga es un infeliz que se cree superior, preocupado por dar siempre una imagen de perfección, de seguridad en sí mismo, y que, sin embargo, en esos momentos en los que veía pasar un tren sentía una “emoción furtiva, casi vergonzosa, que lo perturbaba”, una pesadumbre provocada por una irreprimible y no asumida sensación de fracaso, de no haber sabido, él que lo sabía todo, subirse al tren que por su “gran valía” le correspondía por derecho. Un fracaso que intentaba ocultar bajo un espeso manto de orgullo por todo lo conseguido…
“Para no decir eso, para no pensarlo, miraba la estufa repitiéndose que era la más bella estufa de Holanda, y observaba a «mamá» convenciéndose de que era una hermosa mujer, y decidía que su hija tenía unos ojos soñadores”
…pero que enfrentado a la realidad tras la confesión de su jefe, después de la humillación a la que este le somete, herido en su ego, se resquebraja completamente y huye en un intento desesperado por rehacer la imagen que tenía de sí mismo por un camino agresivo. Así, convencido de su inteligencia, de sus capacidades, sin tener en cuenta el daño que sin duda causaría a los suyos, se embarca en una carrera sin control que solo tiene sentido para sí mismo y de la que solo él es capaz de creer, hasta el último momento, que puede salir airoso.
“Durante cuarenta años me he aburrido. Durante cuarenta años miré la vida a la manera del pobrecillo que pega la nariz a los cristales del escaparate de una pastelería mientras mira cómo los otros se comen los pasteles.“
Al menos, este es el libro que yo he leído, aunque bien es posible que tenga razón el protagonista de esta historia cuando, en la frase que cierra la novela, dice: “No existe la verdad, ¿no le parece?”
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