Leer estos días estos relatos, crónicas y recuerdos de Natalia Ginzburg ha sido como estar sentada en un museo deleitando la vista con un precioso bodegón repleto de frutas, flores, e ingredientes y utensilios de cocina. Varios de estos pictóricos textos invitan a posar la mirada y los sentidos en un momento concreto, absorbiendo los pequeños detalles de lo cotidiano, de la naturaleza, los objetos a nuestro alrededor y las situaciones que vivimos con quienes forman parte de nuestra vida. Con gran delicadeza, calidez y sensibilidad, Ginzburg se detiene en el momento presente, pero a su vez también reflexiona sobre el inexorable paso del tiempo, la memoria y la nostalgia. Lo que fuimos e hicimos, y hacia dónde nos dirigimos. La italiana hace hincapié en la familia, la amistad, y la importancia de sentirse parte de un hogar. Existe otro grueso de pasajes menos bucólicos, que me han llegado a estremecer y a provocarme un sentimiento de impotencia, al tratar temas delicados como el miedo sufrido durante la guerra, la amenaza de los alemanes y el destierro. Hay incluso espacio para un doloroso poema dedicado a la memoria de su marido, asesinado por la Gestapo en 1944. Algunos de mis textos favoritos han sido “Septiembre”, “Infancia”, “Domingo”, y especialmente, “Verano”, donde la autora narra la depresión que sufrió durante un tiempo, alejándose de sus hijos e incluso de sí misma. Hay algunas crónicas que se sienten menores, apenas un esbozo, un apunte de una idea, pero en los que se ponen en valor las grandes preocupaciones sociales de Natalia Ginzburg, como la diferencia de clases y en particular la precaria situación de la clase obrera y de la mujer, la pobreza en la infancia, o el desarraigo. En definitiva, he descubierto a una autora de gran humanidad, capaz de combinar con brillantez lo íntimo y lo universal, con una pluma sencilla y ligera que sabe ser profunda cuando ha de serlo, dando como resultado una lectura deliciosa y satisfactoria. + Leer más |
Educada en una familia en la que los libros son "peligrosos para la salud", Paula sueña con tener su propia biblioteca. Este amor por la literatura la lleva a buscar una vida lejos del hogar de origen. al otro lado del océano, primero en Barcelona y luego en Madrid, funda una librería habitada por las obras de sus autores más queridos. Para su sorpresa, tras la muerte de su madre esta vocación abre espacio a nuevos anhelos, que de a ratos parecen imposibles: tener un hijo y pertenecer por fin a un lugar de forma permanente. Dividida entre labores y países, Paula encuentra en la cerámica una nueva revelación. En el jardín de Mishal, su profesora, descubre el poder de la observación paciente y el trabajo artesanal y termina forjando la figura de la diosa de Laussel, que coloca en el centro de su casa. Guiada por ella, por charlas con amigas y por la lectura de sus escritores admirados, desde T. S. Eliot hasta Roberto Bolaño, Natalia Ginzburg, Agota Kristof o Marta Sanz, la autora argentina y cofundadora de la librería Lata Peinada nos brinda una conmovedora memoir sobre el poder transformador de la literatura, el singular oficio de librera y las distintas formas de crear y reinventar la vida.
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