Era aquella chispa. Aquella maldita chispa que nunca parecía apagarse entre ellos. Aquel espantoso hormigueo de reconocimiento que le consumía cada vez que ella entraba en una habitación o tomaba el aliento o movía la punta del pie. Aquella desazón de saber que él sería capaz, si se le daba la oportunidad, de amarla.
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