Quién espere encontrar en este libro una historia de terror al uso, no va a ver cumplidas sus expectativas. A la escritura de Shirley le llamaban “terror doméstico”, cosa que me parece condescendiente y errónea. Como cuando llamaban “escritura confesional” a la literatura de Sylvia Plath o Anne Sexton porque, ya se sabe, una forma de acabar con la escritura de las mujeres es renombrarla, creando adjetivos que le sean más propios: confesional y doméstico. Ya se sabe, cosas de mujeres. Pero sí, fíjense que sí es terror. Lo que sucede es que en este libro el terror no está en la misteriosa persona que asesinó a parte de la familia Blackwood -qué escabroso suena, y qué poco importante es esto en la historia que Shirley nos quiere contar-. En este libro el terror son los Otros. Son los vecinos con sus insidias, sus odios y mezquindades. Su violencia disfrazada y encubierta; legitimada. Su propia psicopatía. La casa Blackwood, el castillo; se erige al margen de toda esa podredumbre. Y paradójicamente, no da miedo - a pesar de ser el escenario de un crimen trágico- Porque lo que da miedo es lo de afuera. Me gusta especialmente la importancia que tiene para Shirley lo externo, los escenarios de sus historias. Lo externo es constitutivo y constituyente. El pueblo, la casa, no son únicamente escenarios del relato: conforman a los personajes, y viceversa. Otro aspecto esencial en este libro es el punto de vista de la narración. Shirley ya hace hincapié en la importancia de este aspecto en una de las conferencias publicadas por Minúscula. La historia se cuenta desde la voz de Merricat, una narradora poco fiable pero que nos embarga con su pensamiento mágico. Y ¿qué sucedería si esta misma historia hubiese sido contada por otro personaje? Creo que en ello Shirley consigue demostrar la importancia de quién mira. + Leer más |