Soy consciente de que no es el mejor libro del mundo, sé que el final no tiene el impacto de las revelaciones que se hacen a lo largo de la lectura y también sé que pierde “tiempo” (o páginas) dando explicaciones que podrían haberse obviado. Sin embargo, Siempre hemos vivido en el castillo es uno de los libros que más movieron mi experiencia lectora en los últimos meses. Me atrapó, lo disfruté, me encantó y así lo califiqué.
Siempre hemos… cuenta la historia de Mary Katherine “Merricat” Blackwood, una chica de dieciocho años que vive en una de las mejores casas del lugar junto con su hermana mayor Constance, su tío Julian y Jonas, el gato. Ellos son los (casi) últimos Blackwood, ya que el resto de la familia falleció en un episodio tétrico que se irá revelando con el correr de la narración. Merricat es la única que sale de la casa (sólo hace las compras y va a la biblioteca) mientras que su hermana se dedica a cocinar y su tío a… bueno, a escribir un libro y tomar sol. La vida es muy apacible de esa forma, pero luego están los vecinos que los señalan con el dedo y no pierden oportunidad para hostigar a Merricat cada vez que la ven en el pueblo. Las razones de este comportamiento son variadas y complejas.
Durante gran parte del libro se asiste a la vida semi ordinaria de los Blackwood. Las descripciones son un poco extensas, algunas se repiten (como el hecho de que Merricat se obligue a ser más amable con el tío) e incluyen mucha comida (admito que abre el apetito porque todo lo que cocina Constance suena rico). El hermetismo de ellos es parcial, pero tampoco rompe la burbuja. Merricat, Constance y Julian reciben visitas y las espantan con sus maneras afectadas, llenas de silencios, salvo cuando Julian abre la boca y saca a la superficie el episodio que los condenó a esa manera de vivir. El tío funciona como la memoria parlante del pasado, trayendo a colación aquello que Merricat quiere (¿quiere?) soltar en medidas dosis. La irrupción de un elemento extraño en la casa (seré más clara: es un humano) altera completamente la rutina y el orden al que están acostumbrados, a tal punto que Merricat dejará de comportarse como una chica medianamente obediente.
Merricat es la voz cantante de la historia y me atrevo a decir que es una de las mejores que he leído. Al ser un personaje con muchas aristas, su perspectiva puede pertenecer al plano de la realidad o al de la fantasía (como el deseo de vivir en la Luna). Oscila entre lo infantil y lo adulto, lo amoroso y lo agresivo. El lector tiene que recomponer esos pedazos de Merricat para intentar comprenderla (o no). A veces parece formar un cuento de hadas que repentinamente se mancha con algo turbio o creepy. De principio a fin, Siempre hemos… está condicionado por lo que Merricat quiere que sepamos y lo que oculta porque le conviene. Para mí, es uno de los enormes puntos a favor de este libro. Se la puede acusar a Merricat de no ser la más simpática del universo y sería justo. No obstante, no hay que olvidar que los vecinos se mimetizan con los salvajes pensamientos de la protagonista. No existen diferencias abismales entre el mundo de afuera y el mundo de adentro. El mundo interno de la muchacha ya es otro asunto (espero que la película haya aprovechado eso).
La primera parte de Siempre hemos… me gustó porque su carácter introductorio no entorpecía la buena experiencia de lectura. Se desarrolla lentamente mientras Merricat pretende ser una bruja que utiliza hechizos (enterrando objetos, por ejemplo) para proteger la casa o convierte las calles del pueblo en una especie de Juego de la Oca. Todos son indicios para entender mejor los capítulos en que la supuesta paz de los Blackwood se rompe y da paso al accionar extraño de Merricat, a la sumisión de Constance, a la ambigüedad de Julian. La interrupción de lo que simula ser un Edén para personas con dotes mínimas para socializar desencadena la parte más movida del libro, pero no la más temible. Creo que es la única falla que puedo señalar: el suspenso lo percibí en los primeros capítulos, no en el clímax. Allí residía una proporción importante del gótico, que no se limita a la inclusión de una casa cerrada con habitantes extraños y ya. Después del hecho que marca definitivamente el cierre, se desenvuelve un final que no cubrió mis expectativas pero que conservó la dignidad de la historia. Es muy peculiar y esperaba algo contundente. Tal vez debería haber recordado La lotería, también de Jackson, antes de presuponer cosas. Por cierto, este libro me pareció mucho mejor escrito que ese cuento. Es perturbador notar que los fragmentos más poéticos coinciden con los momentos más álgidos del desprecio de Merricat hacia los que considera como invasores. Sin embargo, las descripciones detallistas de los alrededores de la casa (asociados al estado de calma o de búsqueda de refugio) no se quedan atrás. Lamentablemente, otras sobran, como la enumeración exhaustiva de los objetos que se hallan dentro de lugar.
En el posfacio, Joyce Carol Oates (a quien no tuve oportunidad de leer fuera de sus trabajos críticos) da algunas pautas de lectura que se pueden debatir e incluso ampliar, pero me parecieron acertadas. Guardé fragmentos que iluminan el libro (no los reproduzco para que la reseña no sea infinita) y ayudan a transformarlo en algo menos extraño, si eso es posible. Tampoco estoy segura de querer desgranar Siempre hemos… punto por punto porque perdería la ingenuidad y la pasé muy bien leyendo. Hace bastante que no me cruzo con personajes complicados que integran una historia de esta índole, de esas que te hacen cuestionar de qué lado estás y por qué. Merricat es una manipuladora efectiva: casi me convence de querer ir a la Luna a mí también.
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