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La bala que te mata es la que no oyes pasar: Territorio Comanche, de Arturo Pérez-Reverte
Gerardo H. Jacobo
Una novela que se lee como un conjunto de crónicas no es para nada una fórmula nueva y tampoco lo era en 1994, año de la primera publicación de Territorio Comanche, el libro donde Pérez Reverte (Cartagena, España, 1951) entrega algo muy parecido a una catarsis del par de décadas en que ejerció una de las formas más audaces del periodismo y el oficio reporteril: ser corresponsal de guerra. Pero no parece que haya sido novedad lo que el autor estaba buscando cuando se sentó a bocetar este libro. Humanidad, tal vez, o crudeza, o esos claroscuros que arroja el alma cuando se le somete a los martillazos necesarios y uno se descubre capaz de mirar a la muerte sin abyección a pesar de haber sido generada de las formas más abyectas. Cuando uno descubre que el ser humano ha matado desde que pisó la tierra por primera vez y que desde hace muchos años ya ni siquiera sabe por qué mata, la guerra parece un asunto mucho más humano que todos los demás.
La mayoría de las editoriales que han publicado o distribuido las obras de Pérez-Reverte no la piensan dos veces para pincelar en la solapa, bajo una fotografía más o menos afortunada del hombre entrecano, alto y bien parecido, el tiempo que pasó como corresponsal de guerra. de los reporteros que vivieron 21 años entre metralla, bombardeos y heridas que se gangrenan con más facilidad de la que cierran, lo único que nos asombra es que estén vivos. Y casi todos nos sentimos con ganas de escuchar, al menos en principio, lo que tienen para contar.
Quizá por eso aquel oficio de corresponsal de guerra fue de las primeras cosas que supe de Pérez-Reverte y tras haber leído media docena de sus novelas, hacer el hallazgo de Territorio Comanche en la magnífica Biblioteca del Departamento de Letras y Lingüística de la Universidad de Sonora fue una ocasión feliz. Lo leí por primera en el 2005 y guardo recuerdos muy vívidos de aquella lectura. Lo he leído por segunda vez hace unos días y me parece que esta vez, con catorce años de lecturas de por medio, lo he disfrutado más. Quizá tenga algo qué ver el hecho de que he leído mucho a Pérez-Reverte y podido suponer cómo traza los perfiles de sus personajes duros: Márquez, Barlés, la Niña Rodicio, me han dado ciertas claves para comprender cómo un autor se roba rasgos de aquí y de allá y arma una especie de monstruos de Frankenstein para sus criaturas de ficción.
Los tipos duros de Pérez-Reverte son duros y resecos, derrotados por la vida pero fascinados por su propia tragedia. Parecen impulsados por una fuerza que nace de la plena aceptación de la derrota y eso los hace peligrosos. Así es Márquez, el cámara del que hablan casi todos los pasajes importantes del libro: un hombre al que ya no sorprende la dilatada moral de la guerra, ni el olor a carne podrida, ni la posibilidad de que un proyectil venga de cualquier lado y le dé clic a la última foto de su vida, pero al que tiran a tierra los cadáveres de niños, las muertes inocentes que nos enfrentan a la propia capacidad de destrucción, de infamia. Las mujeres duras de Pérez-Reverte son todavía más duras que los hombres, porque deben sobrevivir en un mundo en el que siempre están en desventaja y en el que la belleza es a la vez arma y veneno. Más les vale estar locas si no quieren volverse locas. Me parece que La Niña Puñales, personaje de la carta esférica (Alfaguara, 2000), es otro tributo a Ángela Rodicio, La Niña Rodicio, que como los autos robados en Hermosillo, se encuentra repartida en muchas piezas en otros personajes femeninos.
Territorio Comanche no es sólo un homenaje al oficio del reportero, sino que es una apología a una vocación llevada al extremo. Algo que parece irónicamente adecuado en un país como el nuestro, donde los periodistas, sin estar en guerra y sin traer chaleco y casco de corresponsal, son asesinados cotidianamente por cumplir con su labor. Sólo del año 2000 a la fecha se contabilizan 124. Muchos, pero muchos más de los que mueren en las poco más de cien páginas de Territorio Comanche.
El libro se trata de lo que uno piensa en cuanto lee la primera página: el trabajo de un corresponsal y el camarógrafo que lo acompaña. La lucha dentro de la lucha: mientras bosnios y serbio-croatas se matan a tiros y se lanzan bombas de mortero como si fuera confeti, Márquez y Barlés tratan día a día de obtener las mejores tomas de la batalla y de preferencia regresar enteros cada tarde a su cuarto de hotel. Por supuesto que cada día suceden cosas, suceden personas, tragedias, heridas, el miedo, el olor a muerte, los niños sucios y desnutridos, los viudos y huérfanos, los mutilados, los daños colaterales, como los llamó hace pocos años un presidente de nuestro país. Y es un libro eficiente en su narrativa: conmueve. No sólo porque cuenta hechos conmovedores, sino porque en todo momento derrocha verosimilitud, honestidad, sin falsas poses o esnobismo o un heroísmo impostado que lo volvería intragable. Es un libro profundamente humano, imprescindible para cualquiera que aspire a ser reportero en un campo de batalla. Y México es, desde hace años, justamente eso.
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