La campana de cristal

Detesto pagar a nadie por algo que puedo hacer yo misma, me exaspera.

El silencio me deprimió. No era el silencio del silencio. Era mi propio silencio.

El problema era que odiaba la idea de servir a los hombres, en todos los sentidos.

¿Cómo podría yo saber si algún día en la universidad, en Europa, en algún lugar, en cualquier lugar, la campana de cristal con sus asfixiantes distorsiones, no volvería a descender?

-¿Sabes lo que es un poema, Esther?
-No, ¿qué es? -decía yo.
-Un grano de polvo.
[...]
-También lo son los cadáveres que cortas. También lo es la gente a la que crees curar. Son polvo como el polvo mismo es polvo. Calculo que un buen poema dura mucho más que cientos de esas gentes juntas.
[...]
La gente estaba hecha nada más que de polvo y yo no veía que curar todo aquel polvo fuera algo mejor que escribir poemas que la gente recordaría y se repetiría a sí misma cuando se sintiera infeliz o enferma y no pudiera dormir.

No hay nada como vomitar con alguien para llegar a ser viejos amigos.

-¿Qué tal si trata de decirme lo que usted cree que va mal?
Di vueltas a las palabras con suspicacia, como si fueran redondos, pulidos guijarros que pudieran sacar de pronto una garra y convertirse en otra cosa. ¿Lo que yo creía que iba mal?
Dicho así, tenía la impresión de que nada iba realmente mal, solo yo pensaba que iba mal.

[“Si ser neurótica es decir dos cosas mutuamente excluyentes en el mismo momento, entonces soy endemoniadamente neurótica. Estaré volando de una a otra cosa mutuamente excluyente durante el resto de mi vida.”]

Nos abrazamos y nos despedimos antes de irnos a la habitación cada una en una punta del pasillo. No hay nada como vomitar con alguien para sellar una amistad.

Para la persona encerrada en la campana de cristal, vacía y detenida como un bebé muerto, el mundo mismo es la pesadilla.