Había algo mágico (...) en imaginar que la eternidad era justo eso, la compañía callada de la literatura en una librería cerrada
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Había algo mágico (...) en imaginar que la eternidad era justo eso, la compañía callada de la literatura en una librería cerrada
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Pocas ciudades son tan hermosas como Londres en Navidad bajo una capa de nieve.
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Resultaba extraño acompasar el movimiento al de otra persona cuando se llevaba tanto tiempo caminando en solitario.
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Somos nuestro pasado. Pero también somos el compendio de un millón de aportaciones del otro, porque nadie es impermeable; y que todos esos pequeños añadidos constituyan una galaxia de buenas y enriquecedoras i intenciones depende de quién nos acompañe en el camino.
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(…) yo creo que lo único perfecto es el principio de una historia de amor, el momento en que los dos os miráis a los ojos y comprendéis que la búsqueda ha llegado a su fin porque ya os habéis encontrado. El final de la espera, cuando todo se resuelve.
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Pero, quizás, si se atrevía a verbalizar sus más alocados deseos, encontraría el coraje necesario para luchar por ellos.
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La mayoría de las personas no son interesantes, son mezquinas. Tu señor Livingstone empezó a pensar cosas como esa y mira cómo ha acabado. —¿Cómo? —Viviendo a través de los libros. —Entonces tiene la mejor de las vidas. |
Como buen librero, su mundo era su librería; su Estado, la lectura y su Constitución, el índice alfabético de títulos y autores que había informatizado hacía unos años pese a que era capaz de encontrar de memoria cualquier ejemplar.
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Había algo de mágico en compartir un gran pedazo de bizcocho de mantequilla y una taza de chocolate bajo la clarividente claraboya; en sentarse en el suelo de madera, noctámbulos sobre lo sacos de dormir, y escuchar el silencio de los centenares de libros alrededor; en imaginar que la eternidad era justo eso, la compañía callada de la literatura en una librería cerrada, la expectación infinita de esos volúmenes silentes bajo la noche estrellada.
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Los clientes habituales del señor Livingstone, el té de la tarde con Oliver, las lecturas en el rincón de los románticos, la callada presencial del escritor residente bajo la lamparilla azul, las frecuentes visitas de Sioban... Todo formaba parte ahora de su pequeña vida londinense, diminutos gestos y rutinas cotidianas.
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¿Quién escribió «Agnes Grey»?