Me evadí mentalmente, enfrascándome en la lectura de un libro. Así era como me escapaba cuando la vida real se me hacía muy cuesta arriba o demasiado inflexible.
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Me evadí mentalmente, enfrascándome en la lectura de un libro. Así era como me escapaba cuando la vida real se me hacía muy cuesta arriba o demasiado inflexible.
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Los adultos siguen caminos. Los niños exploran.
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Me pregunté quién era yo, algo que solía hacer a esa edad, y qué era exactamente lo que estaba mirando la cara reflejada en el espejo. Si la cara que estaba mirando no era yo, y sabía que no lo era, porque seguiría siendo yo le pasara lo que le pasase a mi cara, entonces ¿qué era yo? ¿Y qué era lo que estaba mirando?
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Es lo malo de los seres vivos: no duran mucho tiempo. Un día son cachorritos y al día siguiente ya son gatos viejos. Y luego solo quedan los recuerdos. Y estos se desvanecen y se mezclan…
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Me entristeció no tener miles de libras (incluso sabía en qué las habría gastado: me habría comprado un lugar en el que pudiera estar solo, como una Baticueva, con una entrada secreta)
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[...] y así podía seguir leyendo a escondidas cuando debería estar ya dormido. La escasa luz que entraba por la puerta entornada me permitía leer cuando yo quería. Y siempre quería leer.
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No fui un niño feliz, aunque en ocasiones estaba contento. Vivía en los libros más que en cualquier otra parte.
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Me encantaba leer. Me sentía más seguro en compañía de un libro que de otras personas.
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A medida que nos hacemos mayores nos transformamos en nuestros padres; si pudiéramos vivir lo suficiente, veríamos cómo se repiten las mismas caras una y otra vez.
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A veces los recuerdos de la infancia quedan cubiertos u oscurecidos por las cosas que sucedieron después, como juguetes olvidados en el fondo del armario de un adulto, pero nunca se borran del todo.
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Cuando su padre envió a Coraline a contar los objetos azules, las puertas y las ventanas, ¿Cuantas contó de cada una?