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Las mejores frases de Cien años de soledad (107)

Arquetipa
Arquetipa 01 June 2023
Pensaba en su gente sin sentimentalismos, en un severo ajuste de cuentas con la vida, empezando a comprender cuánto quería en realidad a las personas que más había odiado.
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JesusFco
JesusFco 22 December 2022
Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresado porque no pudo soportar la soledad.
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carmneruiz91
carmneruiz91 24 March 2021
Uno no muere cuando debe sino cuando puede. Aureliano Buendia
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MPrim
MPrim 15 March 2021
-- ¿Cómo está, coronel? --le dijo al pasar.
-- Aquí --contestó él--. Esperando que pase mi entierro.
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MPrim
MPrim 14 March 2021
"Ya esto me lo sé de memoria", gritaba Úrsula. "Es como si el tiempo diera vueltas en redondo y hubiéramos vuelto al principio".
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MPrim
MPrim 05 March 2021
En cierta ocasión en que el padre Nicanor llevó al castaño un tablero y una caja de fichas para invitarlo a jugar a las damas, José Arcadio Buendía no aceptó, según dijo, porque nunca pudo entender el sentido de una contienda entre dos adversarios que estaban de acuerdo en los principios. El padre Nicanor, que jamás había visto de ese modo el juego de damas, no pudo volverlo a jugar.
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AvamBooks
AvamBooks 29 November 2020
Sucumbieron en el delirio de los amores atrasados.
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luchi12
luchi12 20 November 2020
Sólo él sabía entonces que su aturdido corazón estaba condenado para siempre a la incertidumbre.
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Macabea
Macabea 04 June 2020
—No nos iremos —dijo—. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido un hijo.
—Todavía no tenemos un muerto —dijo él—. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra.
Úrsula replicó, con una suave firmeza:
—Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me muero.
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Macabea
Macabea 04 June 2020
Según él mismo le contó a José Arcadio Buendía mientras lo ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo seguía a todas partes, husmeándole los pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final. Era un fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro lado de las cosas. Usaba un sombrero grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo, y un chaleco de terciopelo patinado por el verdín de los siglos. Pero a pesar de su inmensa sabiduría y de su ámbito misterioso tenía un peso humano, una condición terrestre que lo mantenía enredado en los minúsculos problemas de la vida cotidiana. Se quejaba de dolencias de viejo, sufría por los más insignificantes percances económicos y había dejado de reír desde hacía mucho tiempo, porque el escorbuto le había arrancado los dientes.
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