Lo primero que llama la atención del libro, hasta para quién como yo haya leído a Ernaux, es el tono seco y cortante, como si la historia fuera contada a regañadientes, obligada, como si nosotros, sus lectores, fuéramos como aquellos clientes del colmado de sus padres que, por necesidad, suplicaban que les fiasen cuando ellos mismos llegaban muy justitos a fin de mes.
“Desde luego no siento ningún placer al escribir, en este empeño por mantenerme lo más cerca posible de las palabras y las frases oídas…Nada de poesía del recuerdo, nada de alegre regocijo. Escribir de una forma llana es lo que me resulta natural…”
No me cabe duda de que una de sus mayores preocupaciones fue encontrar el tono justo para este homenaje a la vida que representaban sus padres, o, más que un homenaje, este dejar constancia de aquellos modos y maneras, de ese lugar al que ella ahora siente que traicionó.
“Me doblegué a la exigencia del mundo donde vivo, que se esfuerza por hacerte olvidar los recuerdos del mundo anterior como si fueran algo de mal gusto.”
No puedo negar que parte del atractivo que la obra ha tenido para mí es que he sentido todo muy cercano. Aunque se trata de la vida en un pueblo francés de la primera mitad del siglo pasado, no se distingue mucho de la de
los años 60 en un pequeño pueblo español, donde la vida entera está expuesta a la vista y a la crítica de todos.
“Un pueblo donde los vecinos vigilaban la blancura y el estado de la ropa tendida a secar, y sabían si se vaciaban los orinales todos los días.”
Pueblos dónde era difícil salirse del redil, discrepar e incluso sobresalir.
“Norma: escapar siempre a la mirada crítica de los otros, siendo muy educado, no expresando opinión alguna, controlando minuciosamente los estados de ánimo que pueden ponerte en evidencia.”
He empatizado con su orgullo de clase obrera y con su orgullo culpable por haber podido escapar de ella, con su rabia hacia la condescendencia de “los que dirigen, mandan y escriben en los periódicos que «esas gentes son felices a pesar de todo»”, con su conflicto “entre dignificar un modo de vida considerado inferior y denunciar la alienación que conlleva. Porque esas formas de vida eran las nuestras, y casi podía considerarse felicidad, pero también lo eran las humillantes barreas de nuestra condición.” He empatizado con esa forma discreta de contar sin pretender “hacer algo «apasionante», «conmovedor»”, de expresar de un modo tan sencillo y demoledor lo que supone la muerte de un padre.
“… intentando leer Los mandarines, de Simone de Beauvoir. No conseguía concentrarme en la lectura, al llegar a alguna página de ese libro mi padre ya no viviría.”