Con él aprendí a observar y escuchar con atención, a ubicarme en el bosque, a andar en ríos y lagos helados, a encender fuego sin fósforos, a abandonarme al placer de hundir la cara en una sandía jugosa y a aceptar la pena inevitable de despedirme de la gente y los animales, porque no hay vida sin muerte, como él sostenía.
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