El olor cálido y seguro de su vientre me entró por las narices y me invadió por completo, alertando en mi sangre un hervor que creía enfriado. Sin dejar de hablar, Tránsito abrió las piernas, separando las suaves columnas de sus muslos, en un gesto casual, como si acomodara la postura.
Comencé a recorrerla con los labios, aspirando, hurgando, lamiendo, hasta que olvidé el luto y el peso de los años y el deseo me volvió con la fuerza de otros tiempos y sin dejar de acariciarla y besarla fui quitándole la ropa a tirones, con desesperación, comprobando feliz la firmeza de mi masculinidad, al tiempo que me hundía en el animal tibio y misericordioso que se me ofrecía, arrullado por la voz de pájaro ronco, enlazado por los brazos de la diosa, zarandeado por la fuerza de esas caderas, hasta perder la noción de las cosas y estallar en gozo.