La casa de los espíritus de Isabel Allende
Después el viejo se volvió hacia Pedro Tercero y lo miró a los ojos. Le tendió la mano, pero no supo estrechar la del otro, porque le faltaban algunos dedos. Entonces abrió los brazos y los dos hombres, en un apretado nudo, se despidieron, libres al fin de los odios y los rencores que por tantos años les habían ensuciado la existencia. - Cuidaré de su hija y trataré de hacerla feliz, señor -dijo Pedro Tercero García con la voz quebrada. - No lo dudo. Váyanse en paz, hijos - murmuró el anciano. |