La abuela nos encerraba en el desván. Se ponía de rodillas y rezaba. Y nos decía: «¡ Rezad! Esto es el fin del mundo. Es el castigo de Dios por todos nuestros pecados».
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La abuela nos encerraba en el desván. Se ponía de rodillas y rezaba. Y nos decía: «¡ Rezad! Esto es el fin del mundo. Es el castigo de Dios por todos nuestros pecados».
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Cuando aparecieron los primeros extranjeros, callaban, solo lloraban. Ahora ya han aprendido a hablar. A lo mejor les caen unos chicles para los niños, alguna cajita que otra de ropa…
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Chernóbil no ha terminado, tan solo acaba de empezar.
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Yo tengo miedo. Tengo miedo de una cosa, de que en nuestra vida el miedo ocupe el lugar del amor.
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En los campamentos, donde mi hija pasó un verano, tenían miedo de tocarla. «Erizo de Chernóbil. Luciérnaga. Das luz por la noche», le decían. Al llegar la noche, la querían sacar a la calle para comprobar si daba o no luz.
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Los primeros días… Agarré a mi hija y salí corriendo a Minsk, a casa de mi hermana. Y mi hermana, una persona de mi misma sangre, no me dejó entrar en su casa porque tenía un niño pequeño y lo estaba amamantando. ¿Se imagina? Pasamos la noche en la estación.
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Pudimos marcharnos de aquí, pero mi marido y yo lo sopesamos y decidimos que no. Nos ha dado miedo irnos. Aquí todos somos de Chernóbil.
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«Mamá, si doy a luz a un niño deforme, lo querré igualmente».
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No tenga vergüenza. Pregunte. Se ha escrito tanto que ya estamos acostumbrados.
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He recordado… Para recobrar la verdad de aquellos días y de nuestros sentimientos. Para no olvidar cómo hemos cambiado. Y nuestra vida.
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Son considerados los padres de la filosofía occidental: