La muerte era de una naturaleza piadosa y significativa y de una belleza triste, es decir, muy espiritual; pero al mismo tiempo completamente de otra naturaleza, casi contraria, muy física, muy material, y entonces no se la podía considerar ni como bella ni como significativa, ni como piadosa, ni incluso como triste. La naturaleza solemne y espiritual se expresaba por el sinuoso ataúd del difunto, por la magnificencia de las flores, por las palmas que, como se sabe, significaban la paz celeste; además, y más claramente todavía, por el crucifijo en las manos del abuelo difunto, por el Cristo bendiciendo, de Thorswalden, que se hallaba derecho, a la cabecera del féretro, y por los dos candelabros erguidos a ambos lados y que, en aquella circunstancia, habían adquirido igualmente un carácter sacerdotal. Todas esas disposiciones encontraban aparentemente un sentido exacto y bienhechor en el pensamiento de que el abuelo había adquirido para siempre su figura definitiva y verdadera.