Era, digámoslo de paso, un destino singular para la iglesia de Nuestra Señora en aquella época, el ser amada de tal manera con intensidad y finalidad diferentes, pero con tanta devoción, por aquellos dos seres tan dispares como Quasimodo y Claude. Amada por uno de ellos –aquella especie de semihombre instintivo y salvaje– a causa de su belleza, por su grandiosidad, por la armonía que se desprende del magnífico conjunto y por el segundo –imaginativo, culto y apasionado– a causa de su significado, por su mito, por el sentido que encierra, por el simbolismo que se desprende de las esculturas de su fachada, como un texto sobre el que se ha escrito otro en un palimpsesto; en una palabra: por el enigma que propone eternamente a la inteligencia humana.
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