La oscuridad es vertiginosa: el hombre necesita claridad; el que se interna en las tinieblas se siente con el corazón oprimido. Cuando la mirada ve oscuro, el espíritu ve turbio. En el eclipse, en la noche, en la opacidad fulginosa, hay ansiedad hasta para los más fuertes. Nadie anda solo de noche por la selva sin un cierto temblor. Sombras y árboles son dos espesuras temibles. En la profundidad indistinta aparece una realidad quimérica. A algunos pasos de nosotros se bosqueja lo inconcebible con una claridad espectral. Se ve flotar en el espacio, o en nuestro propio cerebro, algo de vago e impalpable, como los sueños de flores dormidas. En el horizonte hay actitudes feroces. Se aspiran los efluvios del gran vacío tenebroso. Se tiene miedo y deseo de mirar hacia atrás. Contra las cavidades de la noche, contra los objetos todos que se hacen pavorosos, contra perfiles taciturnos que se disipan cuando se avanza, contra las imágenes oscuras y erizadas, contra los espectros irritados y lívidos, contra lo lúgubre reflejado sobre lo fúnebre; contra la inmensidad del silencio, contra los seres desconocidos y posibles y la inclinación misteriosa de las ramas, la espantosa torcedura de algunos árboles y de hierba, no hay defensa posible, ni audacia que no se convierta en terror, y que no presienta la proximidad de la angustia. Se experimenta una cosa horrible, como si el alma se amalgamase con la sombra. Esta penetración de las tinieblas es inexplicablemente siniestra en una criatura.
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