Ni siquiera llegué a oír nunca su voz y al cabo de un momento es un dolor extraño. Morir de nostalgia por algo que no vivirás nunca.
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Ni siquiera llegué a oír nunca su voz y al cabo de un momento es un dolor extraño. Morir de nostalgia por algo que no vivirás nunca.
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—Mi hijo Hervé, que dentro de dos días volverá a París, donde le espera una brillante carrera en nuestro ejército, si Dios y Santa Inés lo quieren. –Exacto. Sólo que Dios está ocupado en otra parte y Santa Inés detesta a los militares. |
_ Tú estabas muerto. Dijo. _ Y no quedaba ya nada hermoso en el mundo. |
Decía Baldabiou que a veces venían desde París para hacer el amor con Madame Blanche. Al regresar a la capital, lucían en la solapa de sus trajes de etiqueta pequeñas flores azules, las que ella llevaba siempre entre los dedos, como si fueran anillos.
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Se acordó de haber leído en un libro que los hombres orientales, para honrar la fidelidad de sus amantes, no solían regalarles joyas, sino pájaros refinados y bellísimos.
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Llovía su vida, frente a sus ojos, espectáculo quieto.
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Mil veces buscó los ojos de ella y mil veces ella encontró los suyos. Era una especie de triste danza, secreta e impotente.
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Aquella muchacha continuaba mirándolo con una violencia que imponía a cada una de sus palabras la obligación de sonar memorables.
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Era, por lo demás, uno de esos hombres que prefieren asistir a su propia vida y consideran improcedente cualquier aspiración a vivirla.
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A su mujer, Hélène, le trajo de regalo una túnica de seda que ella, por pudor, nunca se puso. Si se sostenía entre los dedos era como coger la nada.
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¿Quién escribió la saga?