La niebla de
Stephen King
En el cielo, una de aquellas grandes nubes de vientre achatado se desplazó lo bastante para dejar a la vista el espectro de la luna, en cuarto creciente y blanca como la leche. Y a la vista de aquello, algo saltó en mi corazón, mitad de miedo y mitad de amor. —Pues sí la creo —dije—. Hasta la última condenada palabra. Y aunque no fuera cierta, Homer, merecería serlo. Me pasó un brazo por detrás del cuello y me estrechó contra sí, que es todo lo que podemos hacer los hombres puesto que el mundo no nos permite besar más que a las mujeres, y, rompiendo a reír, se puso en pie.