Apenas me quedan pestañas. Dirán que nunca las tuve. Falso: las ofrendé como ofrendé mi vista. Una biblioteca es un banco de ojos. Aquí están las miradas que han donado los lectores.
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Apenas me quedan pestañas. Dirán que nunca las tuve. Falso: las ofrendé como ofrendé mi vista. Una biblioteca es un banco de ojos. Aquí están las miradas que han donado los lectores.
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Cuando no estoy leyendo me eclipso con facilidad, me encierro en una nube, como si buscara un libro.
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Llueve mejor en la imaginación. Pág. 59 |
Una biblioteca es una colección de amores, repudios, sospechas y nostalgias, por lo que dicen sus volúmenes, pero también por el modo en que han sido leídos.
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También me gustaba su boca dura. La boca de una cabrona impositiva que de pronto se relaja con una sensualidad que casi asusta. La fealdad puede convertirse en la virtud para quien sabe tolerarla. Apreciar su boca dura me hacía sentir virtuoso. Además, pocas cosas superan la rendición de una mujer que ha estado de malas todo el día. Es una conquista superior, como descubrir un oasis después de atravesar un desierto. Soledad me brindaba ese efecto de contraste: un placer, largamente pospuesto, casi imposible, surgido de su pésimo carácter.
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Miraba con tal enjundia que pensé que ante sus ojos los libros se clasificarían solos. Y no me equivoqué. Ordenó los libros con una dedicación que sólo puede tener alguien que los odia. Eran sus prisioneros; los mantenía a raya con crueldad.
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La lluvia matiza las cosas, por eso a Pessoa le gusta que caiga en diagonal. No es una lluvia enfática, destructiva; cae con la timidez de lo que arruina un poco sin estropear nada. Esa lluvia tiene una manera buena de ser triste.
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César Vallejo imagina así su último suspiro: “Me moriré en París con aguacero/ un día del cual tengo ya el recuerdo”. La tristeza que se puede recordar es hermosa; el poeta anticipaba su fin como algo ya sucedido e incluso recordado, un jueves, bajo la lluvia, esa alta fantasía.
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Los poetas se liberan del mundo con la lluvia y al mismo tiempo logran una melancolía llevadera, la de un día nublado donde ni siquiera lo peor es completamente atroz.
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Para tranquilizarme, para no tocar fondo en la locura, para mantener un anhelo, pensé que ella quería conocerme de otro modo. La vida de los gustos compartidos que me había vedado hasta entonces podía llegarle a través de ese volumen, el más codiciado de los míos. Leer eso era una forma de quererme. ¿Por qué no me preguntaba mi opinión? ¿Por qué no me pedía el libro? ¿Por qué no podíamos leerlo juntos?
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Como agua para chocolate