Mi hijo ha nacido de mí para vivir todo lo que ya no puedo vivir yo.
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Mi hijo ha nacido de mí para vivir todo lo que ya no puedo vivir yo.
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Nunca llevamos a un niño de la mano. Siempre nos lleva él a nosotros, nos trae.
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La primera niñez, la época que perdemos de nuestra vida, de la que nunca sabemos nada, solo se recupera con el hijo, con él vuelve a vivirse. Gracias al hijo podemos asistir a nuestra propia infancia, a nuestro propio nacimiento, y yo miraba aquellos ojos cerrados, aquel llanto rosáceo, y me veía a mí mismo, por fin, en el revés del tiempo.
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Al hueso no llega nada. Ni el amor, ni la belleza, ni el pensamiento ni la emoción. Al hueso solo llegan los golpes.
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Sólo está vivo de mí lo que está vivo de ti: el recuerdo.
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La mujer hecha es un abismo humano al que no nos apetece arrojarnos. La ninfa es un remolino de luz y carne. No sé lo que la s mujeres pensarán de esta cara, de mi cara. En todo caso, la mujer, más civilizada en el amor, menos lírica, prefiere leer un rostro, prefiere un rostro legible- como lo es el mío a esta edad.
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En la mujer joven se ama y se busca el tiempo, el poco tiempo, el milagro de la edad, algo general y anónimo, se busca el esplendor de la especie. No es posible encontrar a la mujer bajo el brillo de sus pocos años. Luego, el brillo decae y aparece una señora, un ser humano, una vida. Pero eso ya nos interesa menos a los grandes egoístas líricos. No por mero azacaneo sexual, sino porque uno cree más en la lírica que en la psicología, prefiere deslumbrarse a comprender, en amor.
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Los años dan nobleza, sin duda. Todo joven es un parvenu de la fisiología. Esto no es una manera de consolarse. No hay nada como la juventud. La juventud es una divina vulgaridad. Los años estilizan, aristocratizan, dignifican un poco, y llegan incluso a individualizarnos. Pero preferíamos la democracia gloriosa de la juventud a estas distinciones y medallas de edad que nos pone la vida.
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Esa majadería de que a cierta edad todo hombre es responsable de su rostro. Yo no estoy descontento de mi rostro. Lo que antes no me gustaba de él, ya lo he asumido y se ha prestigiado por su propia permanencia. Los rasgos físicos se sacralizan por la repetición. Una nariz deforme, característica de una familia, va pasando de padres a hijos, cruza como un pequeño esquife los mares de la herencia, y ya no es fea ni bonita. Es sacral, porque su propia repetición, su manera mágica de reencarnar la ha salvado de la vulgaridad, la ha ritualizado a los ojos de la familia y de los habituales. Lo que persiste se perfecciona.
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Cuando me arranco al bosque de los sueños, a la selva oscura del dormir, y me cobro a mí mismo, me voy lentamente completando. Porque he dejado de interesarme por mis sueños. A la mierda con Freud.
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Marinero en tierra