En un país indeterminado, de un día para otro, deja de haber muertes. Vivir eternamente, ¡menudo sueño! ¿Hay alguien por ahí que no haya deseado poseer el don de la inmortalidad?
Saramago no nos permite hacernos ilusiones ante esta estimulante premisa, y en seguida plantea decenas de problemáticas: ¿Cómo afecta económicamente a los negocios que viven de la muerte (funerarias, seguros de vida)? ¿Sigue teniendo sentido el rol de la Iglesia en una sociedad en la que nadie teme morir? Los familiares de enfermos terminales, ¿cómo soportarán esa agonía permanente? ¿Cómo afrontar un futuro en el que habrá más pacientes que enfermeros?
Esta primera parte de la novela me pareció gloriosa, con un narrador juguetón, crítico e irónico que me sacaba la sonrisa con sus brillantes ocurrencias y su lógica aplastante, y que me erizaba la piel en el párrafo siguiente al hacer énfasis en asuntos más peliagudos.
Destaco el hilarante momento en que llega una carta a unos informativos, y un gramático pone el grito en el cielo por sus errores de puntuación y su “casi diabólica abolición de la letra mayúscula”. Me ha parecido el giro definitivo de la autorreferencialidad, teniendo en cuenta que es ese el estilo único del Nobel al escribir, tan odiado como amado.
El primer libro suyo que leáis os va a marcar de por vida, al menos eso me pasó con “
Ensayo sobre la ceguera”. Nunca había leído nada igual. al no tener diálogos marcados por guiones, ni signos de puntuación ni nombres propios en mayúsculas, puede parecer difícil de leer, pero para mí la conjunción de esos elementos da un ritmo brutal a la lectura: todo va fluyendo sin parar y tú simplemente te dejas llevar sin poder despegar los ojos de las palabras.
En la segunda parte el tono se hace más serio e incluso romántico, y en mi opinión el interés decae un poco. Aun así, se trata de una novela recomendadísima y disfrutona que reafirma mis ganas de seguir adentrándome en la siempre ingeniosa, traviesa y lúcida mente del genio portugués.