Indiana o las pasiones de Madame Delmare

Era un hombre de acero en cuestiones de sentimientos políticos, no atendía a razones sobre la inatacable gloria de su gran emperador y la defendía con la ciega obstinación de un niño de sesenta años.

En este mundo, un hombre capaz de realizar locuras de amor es un raro prodigio que las mujeres jamás desprecian.

Expresaba con arte su pasión y la sentía con ardor; en realidad, no era la pasión la que le hacía elocuente, sino la elocuencia la que le volvía apasionado. Notaba cuando era del agrado de una mujer, y se volvía elocuente para seducirla y se enamoraba de ella seduciéndola.

Pero la costumbre adquirida con otras mujeres, otorgaba a sus palabras esa especie de poder de convicción ante el que la ingenua Indiana se abandonaba, sin comprender que todo aquello no había sido inventado para ella. Normalmente, y las mujeres lo saben muy bien, un hombre que habla de amor con cierto ingenio, sólo está medianamente enamorado.

El hombre que ya ha hecho uso de sus emociones muestra un mayor interés por gustar que por amar.

Su timidez acrecentaba su gracia natural, y Raymon sintió que el acento de aquella voz criolla, un poco velada, tan dulce que parecía estar hecha para orar o bendecir, le tocaba el corazón.

Una de esas mujeres que escaparon a los cadalsos del 93; a la corrupción del Directorio, a las vanidades del Imperio y los rencores de la Restauración; mujeres únicas, cuya especie se está extinguiendo.

¿Sabían ustedes que una sílaba de más o una sílaba de menos resta o da energía a los sentimientos?

La dama de cuna sacrifica los veinte amantes que tiene; la doncella no sacrifica más que un esposo que hubiera podido tener.

Su tristeza, querida amiga, es un estado puramente enfermizo.