Marina

—De cada mil personas que adquieren un cuadro o una obra de arte, sólo una de ellas tiene una remota idea de lo que compra —le explicaba Salvat, sonriente—. Los demás no compran la obra, compran al artista, lo que han oído y, casi siempre, lo que se imaginan acerca de él. Este negocio no es diferente a vender remedios de curandero o filtros de amor, Germán. La diferencia estriba en el precio.

Como ladrón no valía un céntimo, pero como mentiroso debo confesar que siempre fui un artista.

Un vínculo de silencio y miradas los unía en las sombras de aquella casa, al final de una calle olvidada, donde cuidaban el uno del otro, lejos del mundo.

Rehenes de su pasado moribundo, que se negaban a abandonar las naves a la deriva.

El tiempo y la memoria, historia y ficción, se fundían en aquella ciudad hechicera como acuarelas en la lluvia.

Le pregunté cómo sabía que no iba a volver a desaparecer. Me observó largamente. «Sólo desaparece la gente que tiene algún sitio adonde ir», contestó sin más.

«A veces, contar la verdad no es una buena idea, Óscar», dijo.

Toda una vida le había enseñado que cuanto tenía por cierto era una simple ilusión y que había demasiadas lecciones que no valía la pena aprender.

La verdad siempre está a salvo de la gente.

Todos tenemos un secreto encerrado bajo llave en el ático del alma.