El caso es que toda mi existencia era, al final, un montón de hilos de los que había tirado en algún momento, pero que siempre había terminado por cortar antes de que pudiesen hacerse lo suficientemente largos como para ser resistentes.
Menos con Ginger. Su hilo seguía ahí, constante, creciendo. Sabía que nunca sería capaz de soltarlo. Y tampoco el de mi madre, que era fino pero estable.
No tenía mucho más. Curiosamente, me di cuenta de que todos los había cortado por mi cuenta, como si una parte de mí huyese de la compañía, de la amistad, del amor, de todo lo bueno. Quizá buscaba la tristeza, la soledad, la desdicha. Quizá las perseguía.