Esclavitud, curioso (y deleznable) concepto. ¿Qué lleva a una persona a someter a otra privándola de todo aquello que le hace ser precisamente eso, persona? ¿Qué derecho creemos poder tener para privar a nadie de su libertad? Terrible, ¿no es cierto?
Pero, ¿qué pasa cuando además nos sentimos esclavos de nosotros mismos, de nuestras pasiones? ¿Será que sólo al desprendernos de ellas encontramos la libertad y el verdadero sentido de la vida?
Complejo, ¿verdad? Pero real y cercano. Tan real y tan cercano como se siente a “Tituba, la bruja negra de Salem”, de
Maryse Condé. Una esclava negra que fue juzgada en los famosos juicios por brujería de finales del siglo XVII, condenada al Olvido y rescatada de nuevo a través de este relato desgarrador, absorbente, doloroso, pero reconfortante en cierta manera.
Porque Tituba era esclava, sí, pero era muy libre en cierta manera; era fuerte, era poderosa, era vital. Era amor, pues precisamente era el amor lo que más necesitaba.
Tituba la negra, la esclava, la bruja. Tituba y sus pasiones, sus deseos, sus necesidades. Sus derechos. Su amor por su isla, su tierra, su naturaleza y sus gentes. Imposible no empatizar con ella, no quererla, no entenderla. Imposible no llorar por su destino, no clamar justicia, no rabiar por su destino. No desear alzar la voz y avisarla, prevenirla, protegerla.
Porque Tituba es la encarnación de tantas mujeres, es el relato de tantas historias… Es terrorífico pensar en lo que es capaz de hacer el ser humano, en la violencia que puede contener en su interior, en lo fuertes y determinantes que pueden ser las supersticiones y los fanatismos.
Como veis, caigo rendida a los pies de Tituba y Maryse, me descubro ante su forma de narrar, de atraparte y sumergirte de lleno en la historia, de su capacidad para crear y mantenerte pegada a la trama, luchando por respirar pero sin querer salir a tomar aire, anclada a Tituba. Hasta el final. Y para siempre.