¿Quién me censuraría por desear un cuerpo verdadero para rodearlo con mis brazos? Sin él también yo soy incorpórea. Puedo oír mis propios latidos contra los muelles del colchón, acariciarme bajo las secas sábanas blancas, en la oscuridad, pero yo también estoy seca, blanca, pétrea, granulosa; es como si se deslizara la mano sobre un plato de arroz, como la nieve. En esto hay cierta dosis de muerte, de abandono. Soy como una habitación en la que una vez ocurrieron cosas pero en la que ya no sucede nada [...].
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