El estilo de los elementos de Rodrigo Fresán
... no leer era estar mal acompañado, leer era estar muy bien acompañado a solas ...
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Calificación promedio: 5 (sobre 30 calificaciones)
/Antes de encontrarme con la escritura (la propia por escribir y la de todos los demás por leer) me recuerdo esperando a que llegase. Ya desde antes de saber leer y escribir tenía decidido que —cuando fuese un poco más grande que entonces, dentro de un par de años— sería lector y escritor. Puede (seguro) haber influido en esto que mis padres fuesen una de esas paradigmáticas parejas argentinas de una clase media completamente intelectual de los años `60s, que por mi casa pasasen escritores con frecuencia, que la biblioteca ocupase allí un sitio importante... Así que desde siempre y siempre estuve en contacto con la escritura y a la espera. Hasta que ella me contactó a mí, en primer grado de primaria. No hemos dejado de citarnos a ciegas y con los ojos bien abiertos desde entonces y, todo parece indicarlo, así seguirá siendo hasta mi infinito y más allá.
No. En absoluto. En principio iba a ser un solo libro (cuya formación y deformación me llevó casi seis años de trabajo duro y, a menudo, desorientado y como avanzando por puro instinto). Jamás me sentí más náufrago de un libro. Sensación tan perturbadora como gratificante: nunca estuve más solo con y en mi oficio. Así que, una vez habíendome rescatado a mí mismo y de nuevo en supuesta tierra firme, la idea era seguir con otra cosa: algo más (mucho más) breve y ligero y rápido de escribir. Pero no demoré en comprender que aquella isla del tesoro no sólo no estaba agotada sino que todavía le faltaba mucho por explorar. Así que tracé un nuevo mapa, se lo mostré a mi editor, Claudio López Lamadrid, y él me dio un nuevo permiso para volver a sus playas y junglas. Gracias por todo de nuevo, Claudio.
Para mí sí. Y para el protagonista de los tres libros también. Pero debo decir que yo jamás pensé en semejante tríada hasta después de que lo pensó él, el «héroe» de los tres libros que —vuelvo a aclararlo— no es ni quiero ser yo. A veces (me) pasa.
No creo que haya otra manera de escribir que no sea a partir de las propias obsesiones. Incluyendo a todo lo que en principio no te interesa pero acaba obsesionándote. Ejemplo: a mí nunca me interesó Peter Pan y poco y nada sabía de su autor. Y —¡presto!— ahí está ese libro mío titulado Jardines de Kensington.
No. Y creo que es esa desconfianza e incertidumbre en su modo de empleo —esa maleabilidad, esa posibilidad de corregirla y editarla— lo que la hace atractiva para todos los escritores. La memoria no incluye manual de instrucciones. Por otra parte, en el mismo acto de escribir, uno ya está recordando desde que —no más sea segundos después— pone por escrito algo que ya queda atrás. Y, claro, el pasado es cada vez más grande y, por lo tanto, desconocido, con cada día que pasa. El ayer sabe, mientras que el mañana —como cantaban The Beatles— never knows.
Como puedo. No tengo método ni sistema. Y tengo (toco madera) muy pero muy buena memoria. Y me considero afortunado por pertenecer a una de las últimas generaciones que se educó con la obligación —para sobrevivir— de memorizar y de hacer memoria sin discos duros externos ni Google, que me parece una gran herramienta pero que no debe ser un modo de vida, pienso.
Algo así. Supongo. Quién sabe. No soy muy consciente en cuanto a cómo escribo. Ni quiero serlo. Prefiero preservar un cierto misterio o magia, ir enterándome de cosas a medida que avanzo, funcionar —también— como un lector en vilo de lo que escribo. No me interesa buscar o encontrar fórmula o método. Nada me atraería menos que la literatura pudiese llegar a ser una ciencia exacta. Por otra parte, siempre fui pésimo para las Matemáticas.
Prefiero no verlo. O, mejor, mirar a otro lado (en cualquier caso, también hay best-sellers muy buenos y muy útiles; es verdad que cada vez son menos, pero yo los leo con placer y admiración). Hay paisajes tanto más agradables... También se puede apagar la luz y el teléfono.
Mucha influencia. Considero a «A Day in the Life» de The Beatles, al fraseo en los versos de Bob Dylan, a las Variaciones Goldberg de Bach en las versiones de Glen Gould, al Wish You Were Here de Pink Floyd, a «Big Sky» de The Kinks como algo inseparable de lo que yo hago. Mucho más que soundtrack. De algún modo, todo eso es para mí tan fundamental como lo era la banda de sonido escogida por Stanley Kubrick para sus películas.
Me escribo (me imagino) leyendo.
Todavía —luego de diez años de trabajo en las profundidades— continúo en una feliz y merecida etapa de descompresión. Lo que vendrá, en teoría, será un libro recopilatorio de anécdotas famosas de mis encuentros un tanto freaks con celebridades de diversa cepa y calibre (Dylan, Sontag, Hugh Grant, Patti Smith, Borges y siguen las firmas). Había prometido este libro a Claudio López Lamadrid, pero hace apenas unos días se me ocurrió una idea (aunque no estaba en mis planes ni necesidades) para... algo... que... quién sabe... La idea —de nuevo— es que sea breve y que no me lleve demasiado tiempo.
Muchos. Desde el principio y hasta ahora mismo. Pero un impacto muy temprano fue, durante un largo verano de mi infancia, la lectura de David Copperfield, Drácula y Martin Eden. Ya de adulto —a mis treinta y cinco años, durante quince días de otro verano— nada me ha impactado más que la inmersión total en En busca del tiempo perdido de Proust. Pero nunca he dejado de cruzarme con libros inspiradores. Otros de ellos han sido Cumbres borrascosas de Emily Brontë o Una casa para siempre de Enrique Vila-Matas o Los infinitos Los infinitos de John Banville o Moby Dick de Herman Melville o Cosas transparentes y Pálido fuego de Vladimir Nabokov o Hijo de Jesús de Denis Johnson o La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares o Música para camaleones de Truman Capote...
Ninguno. La excelencia me impulsa a escribir. Y a hacerlo lo mejor posible. Conociéndo mis límites, claro. Jamás intentaría salir a cazar ballenas con un capitán enloquecido. Pero qué bueno poder leerlo desde un sillón flotante, ¿no?
Supongo que el primer libro que leí —a eso de mis ocho años— como nunca había leído un libro hasta entonces fue Drácula, de Bram Stoker. Esa novela en la que todos no dejan de escribir y en la que me recuerdo, maravillado, descubriendo un truco que me pareció asombroso: Drácula —a diferencia de lo que sucede con la mayaría de sus adaptaciones cinematográficas— aparece muy poco en el libro. Pero es como si estuviese presente en todas y cada una de sus letras.
El gran Gatsby, Cosas transparentes, Cumbres borrascosas, todo John Cheevery todo Kurt Vonnegut y páginas al azar de Proust. El cuento «Para Esmé, con amor y sordidez» de J. D. Salinger. Cada vez releo más.
Ninguno. Más me perturba la segura existencia de un libro que para mí sería vital y definitivo y de cuya existencia ni siquiera soy ni seré consciente. Tengo, sí, una gran asignatura pendiente: William Faulkner. Lo leí muy joven, en malas traducciones, de manera muy salteada y desprolija. Pero ahí tengo los cinco volúmenes de sus novelas completas en la Library of America y no hay verano que no me diga que ya ha llegado el momento de abordarlo total y armónica y con ánimo take no prisoners. Pero, de pronto, ya es otoño otra vez. En cualquier caso, tiempo al tiempo y ya llegará su momento, espero.
No puedo responder con justicia y ecuanimidad a eso porque lo que para mí está sobrevalorado para otros, seguro, puede ser insustituible e indispensable. Así que no diría que están sobrevalorados pero que sí no consiguieron seducirme en particular cuando los leí. Algunos de ellos: Dostoievski, Conrad, Austen, Chejov, Flannery O`Connor (tal vez porque yo soy del team Carson McCullers)... Los respeto pero a mí no me funcionan. Está claro que el problema está en mí, es mío y solo mío. Mea culpa. Tal vez en una futura relectura...
Tengo una que siempre aparece citada en casi todos los libros y que sale de otra de las novelas que más veces he leído y que seguiré releyendo: Matadero-Cinco de Kurt Vonnegut. Ese párrafo en el que se describe la naturaleza y estilo y formato de los libros escritos por una raza extraterrestre. Aquí va, en la traducción de Anagrama:
«Los libros de ellos eran cosas pequeñas. Los libros tralfamadorianos eran ordenados en breves conjuntos de símbolos separados por estrellas. Cada conjunto de símbolos es un tan breve como urgente mensaje que describe una determinada situación o escena. Nosotros, los tralfamadorianos, los leemos todos al mismo tiempo y no uno después de otro. No existe ninguna relación en particular entre los mensajes excepto que el autor los ha escogido cuidadosamente; así que, al ser vistos simultánea- mente, producen una imagen de la vida que es hermosa y sorprendente y profunda. No hay principio, ni centro, ni final, ni suspenso, ni moraleja, ni causa, ni efectos. Lo que amamos de nuestros libros es la profundidad de tantos momentos maravillosos contemplados al mismo tiempo».
Me gusta y quiero pensar que esta cita funciona para mí como dogma y estética y declaración de intenciones y ambiciones. De un modo u otro cada vez me siento más un escritor extraterrestre y quisiera pensar que las tres Partes como libro es un poco tralfamadoriano. Y, si no extraterrestre, por lo menos mestizo interplanetario.
De un tiempo a esta parte, para mí los libros son simplemente buenos. Y en estos días estuve leyendo dos que se suponen ensayísticos y no-ficticios pero quién sabe, quién sabe... Una cosa es segura: sus autores fueron y son aliens certificados.
El primero de ellos se titula Pity the Reader: On Writing the Style y en donde Suzanne McConnell —alguna vez alumna suya en un writer`s workshop— recopila las enseñanzas de Kurt Vonnegut. No hace mucho escribí un artículo sobre él y allí dije que el libro tiene su gracia e interés, claro, pero que al poco tiempo comprobé «lo que ya sospechaba: Pity the Reader desborda gracia e ingenio y sabiduría, pero resulta completa y total y absolutamente inútil para avanzar en la creación de su manuscrito fantasma. ¿Por qué? Porque no hay nada que aprender de Vonnegut porque Vonnegut no tiene nada que enseñar. Son los problemas de la genialidad (o, si se prefiere, de la singularidad absoluta): no es didáctica ni explicable y mucho menos transmisible o contagiosa. Lo mismo sucede con Jorge Luis Borges y con tantos otros que nunca serán demasiados. Seres divinos que lo que enseñan en verdad es a leer y que, como mucho, pueden producir adoradores e imitadores y pasticheurs de mayor o menor talento. Pero jamás modelos originales».
El otro libro —y también escribí sobre él: leo, luego escribo— es El autor del tercer libro —otra víctima de sus tiempos— es Vladimir Nabokov. Y su título es Think, Write, Speak: Uncollected Essays, Reviews, Interviews and Letters to the Editor. Nabokov fue y es aquel para quien pocas cosas había más sobrevaloradas que «la realidad, término que siempre debería escribirse entre comillas» y quien se autodefinió, con humilde soberbia, con un «pienso como un genio, escribo como un autor respetable, y hablo como un niño»? Y en una de las entrevistas aquí recopiladas, Nabokov suelta la siguiente mariposa: «La tristeza es una gran escuela, pero la alegría es la mejor universidad».
Con motivo de la publicación de su última obra, El estilo de los elementos (Random House), recibimos en nuestro auditorio a una de las mentes más geniales de la literatura contemporánea, el escritor Rodrigo Fresán, quien estará acompañado por Patricio Pron, en una conversación en la que desentrañan las claves de esta nueva novela sobre la infancia, la vocación literaria, los padres, hijos que se salvan leyendo y escritores fantasmas que reescriben el pasado para no dejar de recordar. #ElEstiloDeLosElementos Más información en: https://espacio.fundaciontelefonica.com/evento/el-estilo-de-los-elementos-encuentro-con-rodrigo-fresan/ Un nuevo espacio para una nueva cultura: visita el Espacio Fundación Telefónica en pleno corazón de Madrid, en la calle Fuencarral 3. Visítanos y síguenos en: Web: https://espacio.fundaciontelefonica.com/ Twitter: https://twitter.com/EspacioFTef Facebook: https://www.facebook.com/espaciofunda... Instagram: https://www.instagram.com/espacioftef/ YouTube: https://www.youtube.com/user/CulturaS...
El estilo de los elementos de Rodrigo Fresán
... no leer era estar mal acompañado, leer era estar muy bien acompañado a solas ...
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Trabajos manuales de Rodrigo Fresán
Pero con eso alcanzaba para desarrollar pose y pretensiones dignas de un Jehová de mesa de saldo.
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Trabajos manuales de Rodrigo Fresán
El color del fin del mundo, pensaba Forma, es el color de un televisor encendido que ya no tiene nada para ofrecer.
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Trabajos manuales de Rodrigo Fresán
Horas más tarde supimos de su aparición en Canciones Tristes, de la multiplicación de Big Macs y Coca-Colas.
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Trabajos manuales de Rodrigo Fresán
... la instalación de un contestador automático significa varias cosas. La primera -la obvia- es la gratificación de saber a quién se tuvo la suerte de no atender. |
Trabajos manuales de Rodrigo Fresán
Fotos de la Tierra vista desde lejos. La Tierra desde la superficie de la. Luna. Azul y verde veteado por una poderosa eyaculación de nubes
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La parte recordada de Rodrigo Fresán
Inventar es recordar lo que vendrá. Recordar lo que pasó es soñar con los ojos abiertos. Y el olvido es al recuerdo lo que el insomnio es al sueño: un superpoderoso no-poder, una potente impotencia.
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Trabajos manuales de Rodrigo Fresán
La fotos ... están más cercanas a la realidad de las cosas. Paradójicamente, su inmovilidad las dota de la verosimilitud que no poseen otras artes o ingenios ideados por el hombre. Las fotos son el "durante" capturado entre un "antes" y un "después" que -como la vida- nunca se llega a entender del todo, o se entiende cuando ya es demasiado tarde.
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La parte recordada de Rodrigo Fresán
Y la expresión "estar hasta la coronilla" había cobrado un nuevo y tremendo sentido: porque ahora se reconocían más las coronillas que los rostros. La gente conversaba siempre con su cabeza inclinada, como si orasen, como si sus pantallas fuesen sidurims o breviarios.
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Gregorio Samsa es un ...