Guardamos silencio y yo lo hacía para que no se acabara aquel cariño que nunca había tenido en la vida. Para conservarlo aunque solo hubiera sido media hora más, habría sido capaz de pasar por ciento cincuenta operaciones de amígdalas.
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Guardamos silencio y yo lo hacía para que no se acabara aquel cariño que nunca había tenido en la vida. Para conservarlo aunque solo hubiera sido media hora más, habría sido capaz de pasar por ciento cincuenta operaciones de amígdalas.
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Su alegre sonrisa era del tamaño del sol de su alma.
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—Lo principal, Zezé, es que descubras que la vida es bella y el sol que calentamos en el pecho nos fue dado por Dios para aumentar todas esas bellezas. —¿Quieres decir que, al llorar, empapo los rayos de mi sol? —Claro. Y yo he venido aquí para no dejar que tu sol se enfríe. ¿De acuerdo? Asentí. —Entonces, estréchame la mano como un amigo, ¡y vamos a calentar el sol! |
—El tuyo, Zezé, es un sol triste, un sol rodeado de lágrimas, en vez de lluvias, un sol que no ha descubierto todo su poder y su fuerza, que aún no ha embellecido todos sus momentos, un sol débil, bastante horrible. —¿Y qué debo hacer? —Poca cosa. Basta con querer. Necesitas abrir las ventanas del alma y dejar entrar la música de las cosas, la poesía de los momentos de ternura. |
—Me refiero a otro mayor: el sol que nace en el corazón de cualquiera. El sol de nuestras esperanzas, el sol que calentamos en el pecho para calentar también nuestros sueños.
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—Pues yo sueño sin parar. Nada más apoyar la cabeza en la almohada y alisar el corazón,
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—¿Han muerto ya muchas personas a las que querías? —Muchas, no. Solo un hombre, quien me enseñó que la vida nada valía sin ternura. |
—Es que no me gusta que alguien me caiga bien. Cuando así ocurre, me da miedo de que se muera.
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Me costaba conversar. Una tristeza superior a mis fuerzas y que no se disipaba nunca me dolía en el pecho.
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—Desde que viniste a vivir conmigo, me está pareciendo mejor la vida. —¿Y no es bueno eso? —Sí que lo es, pero muchas veces me quedo pensando. —¿En qué? —No vas a morirte, ¿verdad? —No, yo no muero. Nunca muero. |
El retrato de Dorian Gray