Era tan bravucón en la muerte como lo había sido en la vida, un gigante que no había dejado tan solo un espacio vacío, sino, más bien, un agujero negro, un vacío devastador que, tarde o temprano, se tragaba todas nuestras comodidades.
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Era tan bravucón en la muerte como lo había sido en la vida, un gigante que no había dejado tan solo un espacio vacío, sino, más bien, un agujero negro, un vacío devastador que, tarde o temprano, se tragaba todas nuestras comodidades.
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El tema con Shakespeare es que es tan elocuente... Dice lo indecible. Transforma el dolor y la victoria y el éxtasis en palabras, en algo que podemos comprender. Hace comprensible todo el misterio de la humanidad. -Me detengo. Me encojo de hombros-. Puedes justificar cualquier cosa si lo haces con suficiente poética.
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James alzó la vista y me miró a los ojos. Pareció sorprendido de encontrarme parado allí, aunque no comprendí de ningún modo por qué. ¿Acaso no era siempre su mano derecha, su teniente? Banquo o Benvolio u Oliver, no importaba demasiado.
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No tenía nada más. Quería añadir algo con desesperación, pero mi mente estaba en blanco. Para alguien como yo, que adoraba tanto las palabras, era increíble lo a menudo que estas me abandonaban.
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-Entonces, ¿cómo murió? -Se ahogó -explicó Colborne-, por así decirlo. Se atragantó con su propia sangre. Me alejé de la puerta, presioné la espalda contra la pared. Estaba mareado, el golpeteo de mis pulsaciones se había vuelto tenue y lejano, y me pregunté si aquello era lo que se sentía: la lenta falta de aire, la vida escabulléndose al agua de alrededor y tu propia sangra deslizándose dentro de cada espacio vació hasta llegar a tus ojos y pintar el mundo de rojo. Asfixia. Fallo de sistema. Fundido en negro. |
La indignación moral que deberíamos haber sentido había sido anulada, suprimida como un rumor desagradable antes de que pudiese ser escuchado. Parecía que hiciéramos lo que hiciéramos -o, de forma más crucial, lo que dejáramos de hacer-, si lo hacíamos juntos, nuestros pecados individuales tal vez disminuirían. No hay mayor consuelo que la complicidad.
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Estaba de espaldas a mí, el agua bajaba serpenteando entre sus omóplatos, en dos arroyos estrechos (por un momento, me permití pensar que podría limpiar sus hematomas como si fuera pintura).
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Me quedé en silencio. Inmóvil. En mi propia opinión, inútil. Un detonador sin fuego y sin nada que encender.
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Hay cosas que no te cuentan sobre esos lugares mágicos: que son peligrosos en igual medida que son hermosos.
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Con tan solo la mitad de talento que el resto, yo parecía destinado a interpretar roles secundarios en las historias de los demás. Me había preguntado demasiadas veces si era el arte el que imitaba a la vida o al revés.
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Es el primer libro publicado por Carlos Fuentes.