Nunca más volvería a bailar.
Nunca más volvería a cabalgar, a subirse a un árbol o a atravesar una habitación a grandes zancadas para tomar en brazos a una dama. Había miles de cosas que no haría de nuevo, y se podría pensar que sería un hombre quien se lo recordara, un hombre físicamente capaz que podía cazar, boxear y hacer todas las malditas cosas que se suponía que hacían los hombres. Pero no, había sido ella, lady Sarah Pleinsworth, con sus hermosos ojos, sus pies ágiles y todas esas condenadas sonrisas que les había dedicado a sus compañeros de baile esa mañana.
A él no le gustaba. De verdad que no, pero por Dios que habría vendido parte de su alma para bailar con ella en ese momento.