El placer específico del viaje no consiste en poder apearse en el camino y detenerse cuando uno está cansado, sino en hacer lo más profunda que podamos, y no tan insensible, la diferencia entre la partida y la llegada, en sentirla en su totalidad, intacta, tal como existía en nuestra mente cuando nuestra imaginación nos transportaba del lugar en que vivíamos al corazón de un lugar anhelado, en un salto que nos parecía milagroso no tanto por franquear una distancia como por unir dos individualidades distintas de la tierra, por llevarnos de un nombre a otro nombre