Suite francesa

Felices o desgraciados, los acontecimientos extraordinarios no cambian el alma de un hombre, sino que la precisan, como un golpe de viento que se lleva las hojas muertas y deja al desnudo la forma de un árbol; sacan a la luz lo que permanecía en la oscuridad y empujan el espíritu en la dirección en que seguirá creciendo.

Del mismo modo, para aquellas chicas, el verano de 1940 sería, en su recuerdo y pese a todo, el verano de sus veinte años, pensó Jean-Marie. Habría preferido no pensar; los pensamientos eran peores que el dolor físico.

La caridad cristiana, la mansedumbre de los siglos de civilización se le caían como vanos ornamentos y dejaban al descubierto su alma, árida y desnuda. Sus hijos y ella estaban solos en un mundo hostil. Tenía que alimentar y proteger a sus pequeños. Lo demás ya no contaba.

Una novela tiene que parecerse a una calle llena de desconocidos por la que pasan no más de dos o tres personajes a los que se conoce a fondo.

El suave día de junio se demoraba, se negaba a morir. Cada latido de luz era más débil y más exquisito que el anterior, como si cada uno fuera un adiós lleno de pesar y de amor a la tierra. Sentado en el alféizar de la ventana, el gato contemplaba melancólimente el horizonte.

Un gato sostenía con circunspección entre sus puntiagudos dientes un trozo de pescado erizado de espinas: comérselo le dada miedo, pero escupirlo sería una lástima.

Nuestra misión se encuentra allí donde el Señor nos ha puesto.

En una palabra, de que las catástrofes pasan y hay que procurar no pasar antes que ellas, eso es todo. Así que lo primero es vivir: Primum vivere. Día a día. Vivir, esperar, confiar.

Ella se había entregado porque a cambio esperaba recibir de él una protección no sólo material, sino también espiritual.

Era como para desalentar la caridad. Aquella multitud miserable ya no presentaba rasgos humanos; parecía una manada en estampida.