Lo amaba, de verdad lo amaba. Pero solo hasta cierto punto. Más allá de ese punto, había algo opaco en mí que no cedía.
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Lo amaba, de verdad lo amaba. Pero solo hasta cierto punto. Más allá de ese punto, había algo opaco en mí que no cedía.
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La atmósfera de nuestras primeras discusiones nunca se disipó, poco a poco nos acostumbramos a ella como se acostumbra uno a un peso sobre el corazón que constriñe la libertad de movimiento pero que no impide la movilidad: muy pronto, caminar contraído se vuelve natural. [...] No solo vivimos con ello, sino que caímos en el hábito de describir nuestra dificultad como una cuestión de intensidad. La dificultad era crónica, no ocasional. |
Años más tarde, llegué a considerar que la honda y abúlica pasividad de aquella época se había convertido en el diseño marcado a fuego en mi piel, mientras que el tejido de mi propia experiencia se había fundido hasta desaparecer.
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Era incapaz de ver que su infelicidad persistente constituía una acusación y una crítica. «Tú», decía con cada suspiro de resentimiento, «tú no eres la adecuada. Tú no puedes proporcionar consuelo, ni placer ni mejora. Pero tú eres mi más preciado tesoro. La tarea que te ha sido encomendada es la de entender, tu destino es vivir sabiendo que no bastas para sanar mi vida de sus carencias».
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[...], una mujer moderna condenada a saber que la experiencia del amor se volverá a reproducir repetidamente a una escala cada vez menor, pero siempre con un complemento íntegro de fiebre y náusea, intensidad y negación.
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Divididas entre nosotras, nos negábamos el apoyo mutuo. En secreto, cada una identificaba en las otras un repertorio de rasgos indeseables de los cuales se mantenía apartada, como si la disociación equivaliese a la salvación.
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Estaba en todas partes, encima, dentro y fuera de mí. Su influjo se asía como una membrana a mis fosas nasales, a mis párpados y a mi boca abierta. La introducía en mí cada vez que inhalaba aire. Me adormecía dentro de su atmósfera anestesiante, no podía escapar de la naturaleza apabullante y claustrofóbica de su presencia, de su ser, de su asfixiante y sufriente calidad de mujer.
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Su dolor se convirtió en mi elemento natural, mi patria de residencia, la ley ante la que me inclinaba. [...] Anhelaba incesantemente alejarme de ella, pero no podía siquiera abandonar la habitación cuando ella estaba presente.
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Me veía a mí misma como una pieza de atrezo dentro del tremendo drama que fue el luto de mi madre. No me importaba. No sabía qué debía de sentir y no había tenido tiempo de averiguarlo. En realidad, tenía miedo. No me negaba a tener miedo. Supongo que es una reacción tan buena como cualquier otra. Solo que tener miedo imponía ciertas responsabilidades. Por ejemplo, implicaba no apartar ni un segundo los ojos de mi madre.
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Cuando estamos como ahora, ante un escaparate, obligadas a ser conscientes de que existen mujeres que visten de forma deliberada, nos damos cuenta de nuestra común incapacidad y nos convertimos en lo que de verdad somos: dos mujeres con inhibiciones sorprendentemente similares unidas en virtud de haber vivido una dentro de la esfera de la otra casi la totalidad de nuestras vidas.
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La leyenda de Sleepy Hollow es un relato corto de terror y romanticismo, se desarrolla en los alrededores de...