(…) hemos consagrado nuestras vidas a un afectuoso amparo mutuo, las hemos revisado bajo la luz de la luna exponiéndolas sobre la palidez de nuestras manos, hemos hablado hasta altas horas de la noche de padres y madres, de nuestra niñez, de nuestras amistades, de nuestros despertares, de nuestros antiguos amores y de nuestros antiguos miedos (con excepción del miedo a la muerte). No cabe olvidar detalle alguno, (…). El olor de las despensas, la sensación de los atardeceres vacíos, de las cosas que llueven sobre nuestra piel, cosas tales como hechos y pasiones, la conciencia del dolor, la pérdida, el disgusto y los placeres que nos dejan sin respiración.