Hay una única cosa que sé, y es que ya nunca más seré feliz.
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Hay una única cosa que sé, y es que ya nunca más seré feliz.
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—Los niños dibujaban Chernóbil. Los árboles en los cuadros crecían con las raíces hacia arriba. El agua en los ríos era roja o amarilla. Dibujaban algo y al verlo se ponían a llorar.
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—Allí todo te daba pena. Hasta las moscas te daban lástima, hasta los gorriones. Querías que todo viviera. Que las moscas volasen, que las avispas picasen, que las cucarachas corrieran.
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«No destruyáis los hormigueros, es una buena forma de vida distinta a la nuestra»,
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En nuestro grupo había una mujer. Una radióloga. Le dio un ataque de histeria al ver que los niños jugaban en la arena. Echaban barquitos a navegar en los charcos.
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«Mamá, me he imaginado la escena. La tierra de Chernóbil. Nuestra casa. Brilla el árbol de Año Nuevo. Y una gente sentada a la mesa cantando canciones revolucionarias, canciones de la guerra. Como si en su pasado no hubiera existido ni el gulag, ni Chernóbil». Y sentí pánico. No por mí, sino por mi hijo. No tiene ya a dónde regresar.
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Y de nuevo con el dosímetro: ahora junto a un plato de sopa de pescado, luego con una pastilla de chocolate, y después sobre unos bollos en un quiosco al aire libre. Era un engaño. Los dosímetros militares de los que entonces disponía nuestro ejército no estaban preparados para medir alimentos, solo podían medir la radiación ambiental.
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El olor a carne podrida me perseguía por las noches. «¿ Es posible que este sea el olor de una guerra atómica?», pensaba yo. La guerra debe oler a humo.
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Me daba miedo dormir por las noches. Cerrar los ojos.
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De nuestra aldea han quedado tres cementerios: en uno descansan los hombres, es el viejo; en otro, los perros y los gatos que hemos abandonado y que se han sacrificado, y en el tercero están nuestras casas. Han enterrado incluso nuestras casas.
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Son considerados los padres de la filosofía occidental: