El don del lobo de
Anne Rice
Reuben siguió acercándose y volvió a cantar la estrofa. Ahora estaba justo en el centro de la fuerte luz de la linterna. Y, pese a todo, ella seguía tan quieta como antes.
Parecía presa de la curiosidad, fascinada.
Reuben se acercó hasta el pie de los pequeños escalones.
Tenía el pelo gris, en realidad, aunque prematuramente gris tal vez, porque su rostro era fino como una máscara de porcelana. Tenía los ojos de un azul gélido. Estaba fascinada, sin duda, inalterable, como sumida en su contemplación.
¿Y qué veía aquella mujer? ¿Veía cómo él también la miraba con la misma curiosidad, con la misma fascinación?
En lo más profundo de sus entrañas, creció un deseo, cuya intensidad le sorprendió. La deseaba cada vez más. ¿Veía ella ese deseo? ¿Podía verlo? El hecho de ir desnudo, incapaz de ocultar su deseo, le excitaba todavía más, le daba fuerzas, le envalentonaba.
Jamás había sentido un deseo igual.