Aunque todas las bibliotecas personales, como todas las personas, miradas de cerca resultan muy extrañas, esa primera versión de la biblioteca de Vicente era especialmente desconcertante, porque junto a Millán y Dickinson comparecían novelas de fantasía como Luces del norte o El catalejo lacado o Un mago de Terramar, ejemplares de Selecciones del Reader’s Digest, Estadio, Rocktop, APSI, TV Grama, Fibra, Vanidades, La Bicicleta, Condorito, Barrabases y National Geographic, novelas de Hernán Rivera Letelier, Salman Rushdie, Agatha Christie y Lawrence Durrell, sesudos y aburridos manuales de Derecho, ensayos de Paul Johnson y Francis Fukuyama, y unos cuantos volúmenes de autoayuda, en una gama que iba desde bestsellers como Todo está en ti y Creer en lo imposible antes del desayuno hasta Shakespeare para managers y Me toco y me voy. Era difícil imaginarse los intereses del dueño de esa biblioteca, que parecía más bien una de esas eclécticas colecciones que surgen como por generación espontánea en las casas de playa o en los hoteles o en los basurales.
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