–¿Y qué clase de poemas quieres escribir? –Poemas de verdad. Poemas honestos, poemas que me hagan cambiar, que me transformen. ¿Me entiendes? |
–¿Y qué clase de poemas quieres escribir? –Poemas de verdad. Poemas honestos, poemas que me hagan cambiar, que me transformen. ¿Me entiendes? |
Quería escribir los poemas que nadie antes había escrito, pero en ese momento pensó que nadie los había escrito porque escribirlos no valía la pena.
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Apenas recuerda eso, que esos libros le gustaron, le fascinaron. Quizás es raro, pero así le pasa con las novelas, con la narrativa en general: suele recordar frases aisladas o escenas puntuales y sobre todo atmósferas, de manera que si tuviera que hablar de esos libros sonaría tan tentativo e inseguro como si relatara un sueño. Por lo demás, antes leía rápido, no era su propósito memorizar nada, ni siquiera tomaba notas y tampoco subrayaba –a lo sumo doblaba la esquina de una página para señalar pasajes especialmente relevantes o hermosos, pero tampoco lo hacía todo el tiempo, porque los libros eran para él sagrados, incluso los libros malos eran sagrados. Ahora los respeta menos, ahora los subraya sin pudor y los llena de notas y de papelitos, porque leer es su trabajo. |
Pero nunca deja de percibir la comunicación como un problema; nunca deja de pensar en las palabras, y a veces se marea y quisiera quedarse callada, en español y en inglés, indefinidamente.
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Pero no es cierto, porque él eligió perderse. Eligió perderse y lo consiguió. Le gustó perderse, lo pasó la raja perdiéndose. Consiguió perderse, triunfó. Consiguió abandonar, triunfó. Consiguió olvidar, triunfó.
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si tuviera que explicarlo honestamente, diría que su trabajo consiste en intentar comprender el mundo a través de los poemas que escribieron otros.
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Revisó las carpetas donde amontonaba sus poemas y los releyó atropelladamente, intentando verlos con distancia, a través de los ojos de Carla o de un eventual desconocido. Pensó que no eran malos, o más bien que sería difícil decidir si eran buenos o malos, y eso quizás significaba que eran más buenos que malos. También pensó que no eran malos pero si innecesarios. No parecía que el mundo necesitara sus poemas.
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Quería escribir los poemas que nadie antes había escrito, pero en ese momento pensó que nadie los había escrito porque escribirlos no valía la pena.
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Entonces, traicionando absolutamente todas sus convicciones, fingió que leía tres poemas propios que en realidad eran poemas de Emily Dickinson, traducidos por Silvina Ocampo, que sabía de memoria. Carla reaccionó de inmediato. Los encontró raros, le gustaron. -Léeme más. |
¡""Me leía un soneto de Shakespeare todas las mañanas con el café!
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Como agua para chocolate