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Las opiniones sobre Thomas Wolfe se movieron desde sus inicios entre aquellos que, como Faulkner, pensaban que era uno de los más grandes novelistas norteamericanos y los que, sin negarle el genio como escritor, destacaban por encima de todo su desmesura, sus excesos líricos, su incapacidad para dotar de forma y estructura a sus novelas. Tras leer esta, me sitúo claramente en el segundo grupo. Como por las ventanas de ese tren en marcha -gran imagen que pierde su potencia a fuerza de repetición-, las escenas se suceden una tras otra sin una ligazón clara y separadas por unos arrebatados interludios de un, muchas veces, exagerado lirismo. Yo tampoco pude encontrar una estructura clara que hiciera de este río una corriente única y atractiva de seguir. Wolfe escribe angustiado por la fugacidad de la vida, por ese tiempo que se escapa, por la necesidad de dejar huella y testimonio de todo y de todos, aunque no pocas veces lo escrito sea de una total intrascendencia. El río de Wolfe, de aguas calientes, caudalosas y rápidas, sufre con mucha frecuencia espectaculares desbordamientos que, aunque impactantes y dignos de ser contemplados y gozados, rompen el curso de la navegación dejando la visión del amplio paisaje muy fragmentada y dispersa. Demasiada prisa en su prosa: lo que gana en expresividad, que no niego que es mucho, lo pierde en cohesión y unidad. He leído con la ineludible sensación de estar ante el propio manuscrito de la novela que ha llegado a mis manos con sus hojas desordenadas. A pesar del arduo trabajo de edición que se hizo con la novela, no sé si hasta Gordon Lish hubiera fracasado igualmente. Y por si todo esto fuera poco, he tenido que aguantar más veces de las deseables su racismo, su condescendencia hacia todo aquel que no sea blanco y anglosajón, su chovinismo exacerbado y su fastidioso empeño en contradecir a Heráclito y hacer que nos bañemos una y otra y otra vez en el mismo río. + Leer más |