Se observaban mutuamente. No tenían necesidad de mirarse. Desde hacía años se observaban de aquel modo, a hurtadillas, añadiendo de continuo nuevas sutilezas a su juego.
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Se observaban mutuamente. No tenían necesidad de mirarse. Desde hacía años se observaban de aquel modo, a hurtadillas, añadiendo de continuo nuevas sutilezas a su juego.
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Bouin volvía a estar en contacto con la calle, el viento, las luces, los escaparates, los olores, las tiendas. Y también restablecía el contacto con los hombres, las mujeres, los niños, a los que arrastraban por la mano, los bebés, a los que empujaban en sus cochecitos. Siempre habían estado allí y allí seguirían. La vida discurría a su alrededor, pero él no tenía la sensación de estar inmerso en ella.
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Vivía en un mundo fantasmagórico, a la vez definido e inconsistente. Conocía de memoria la más insignificante de las flores del papel pintado del salón, las manchas de la época en que Charmois aún vivía, las fotografías, el peldaño de la escalera que crujía y la resquebrajadura de la barandilla.
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