Una obsesión perversa

Cuando nadie te entiende, suele ser un buen indicio de que estás equivocado.

Le había dicho que fuera a algún lugar seguro. Y para Sydney, durante la semana, seguro había dejado de ser un lugar y había pasado a ser una persona.

Pensándolo así, ella no era esencial: sólo inmensamente práctica.

Y quienes se alían con monstruos son, a su vez, poco menos que monstruos.

Tú recuérdame, y yo te recordaré, y así nunca seremos olvidados.

Y la necesidad, Victor lo había aprendido, podía ser tan poderosa como cualquier vínculo emocional. Lo emocional era neurótico, complicado, pero la necesidad podía ser simple, tan primigenia como el miedo o el dolor. La necesidad podía ser la base de la lealtad.

Sus ojos tenían una intensidad desenfocada, como si estuviera en otra parte y no le preocupara la jaula que lo rodeaba ni los monstruos que allí vivían.

Allí estaba otra vez, en su pecho, aquel extraño alboroto, como un deseo, polvoriento después de una década, pero allí estaba. Tal vez era un truco. Tal vez aquella sensación, aquel dolor simple y mortal, no provenía de él. O tal vez sí.

(…) pasaba la mitad del tiempo deseando estar muerta, y la otra mitad, diciéndole a todo el mundo qué hacer y deseando que alguien no le hiciera caso.

No, él prefería ver el mundo desde el punto de vista de la probabilidad, reconocer el rol del azar y asumir el control siempre que fuera posible. Pero incluso él tenía que admitir que, si en efecto existía el destino, estaba sonriéndole.