Desde hacía 13 años, Adriana Braggi no salía ya de la casa antigua, silenciosa como una abadía, donde de jovencita había entrado como esposa. No la veían ya ni siquiera detrás de los cristales de las ventanas los escasos paseantes que de tanto en tanto subían por aquella empinada calle en cuesta, tan solitaria que en ella la hierba crecía entre los cantos rodados formando matojos.
A los veintidós años, tras apenas cuatro de matrimonio, con la muerte de su marido casi había muerto también ella para el mundo. Ahora tenía treinta y cinco, y vestía aún de negro, como el primer día de la desgracia; un pañuelo negro, de seda, le ocultaba su bonito pelo castaño, descuidado ya, apenas peinado con una simple raya en medio y recogido en un moño en la nuca. Su rostro pálido y delicado, sin embargo, reflejaba una serenidad dulce y triste.
Nadie se maravillaba de esa clausura en aquella alta ciudad de mala muerte del interior de Sicilia, donde poco faltaba para que las rígidas costumbres impusieran a la mujer seguir a la tumba al marido. Las viudas debían permanecer encerradas así en perpetuo luto, hasta la muerte.
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