Ser un fugitivo le agotaba. Y una especie de instinto animal le decía, más allá de toda razón, que muy pronto estaría durmiendo en una alcantarilla bajo el filo de octubre, o en un barranco cubierto de matorrales y escoria.
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Ser un fugitivo le agotaba. Y una especie de instinto animal le decía, más allá de toda razón, que muy pronto estaría durmiendo en una alcantarilla bajo el filo de octubre, o en un barranco cubierto de matorrales y escoria.
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Ser un fugitivo le agotaba. Y una especie de instinto animal le decía, más allá de toda razón, que muy pronto estaría durmiendo en una alcantarilla bajo el filo de octubre, o en un barranco cubierto de matorrales y escoria
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Olvida que usted es un anacronismo, señor Richards. La gente no se agolpa en bares y locales públicos ni se apretuja bajo el frío alrededor de los escaparates de las tiendas de electrodomésticos deseando verle escapar. ¡Ni mucho menos! Quieren verle borrado del mapa, y colaborarán si pueden.
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Se daba cuenta de lo desdichado, desconocido y vulnerable que resultaba en el mundo. El universo parecía gemir, gritar y rugir a su alrededor como un enorme e indiferente automóvil destartalado que bajase a toda velocidad por una colina, lanzado hacia el borde de un abismo sin fondo.
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Richards incitaba a los telespectadores a que asaltaran las bibliotecas, pidieran tarjetas de lector y descubrieran la verdad. También enumeraba una lista de libros sobre la contaminación del aire y de las aguas que Bradley había confeccionado para él.
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Y ellos le ayudarían, le curarían. Médicos y medicinas. Un lavado de cerebro. Un cambio de mentalidad. Y luego la paz. La contradicción enraizada como una mala hierba en lo más hondo de su ser. Richards ansiaba la paz fervientemente, como el hombre anhela el agua en pleno desierto. |
El piso estaba habitado por el fantasma de una col consumida mucho tiempo atrás.
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La desesperación le inundó como agua fría. No había manera de comunicarse con aquellos hermosos escogidos. Ellos vivían donde el aire era limpio.
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Le pareció que los fantasmas de los pobres y los humildes, de los borrachos dormidos en los callejones, susurraban su nombre.
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Una papelina de scag costaba doce dólares antiguos y una píldora de push californiano costaba veinte, mientras que la librevisión le drogaba a uno gratis.
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¿De qué nacionalidad es Stephen King?