Era suficiente que mi arte hablara por mí mismo, mi música ya indicaba la distancia entre una superficie y un abismo, entre una superficie y el aire oscuro y luminoso de la noche plena de estrellas.
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Era suficiente que mi arte hablara por mí mismo, mi música ya indicaba la distancia entre una superficie y un abismo, entre una superficie y el aire oscuro y luminoso de la noche plena de estrellas.
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No podía ahora, ni nunca, especialmente no ahora, dudar de la bondad de Dios, dudar que volvería a ver a mamá, que ella me esperaba en un mundo mejor. Porque si no fuera posible aquel reencuentro, yo, entonces, yo, yo ¿qué haría?
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–Esa palabra –dije–. He pensado mucho en ella. –Condolencias. –Sí. Viene del latín (…) CUM y DOLERE, sentir el dolor junto a, estar en sintonía o simpatía con el dolor ajeno. Y me he estado preguntando si toda la música, la mejor, la que usted y yo creamos, me pregunto si lo que hacemos (…) acaso no se trata de una larga condolencia hacia nuestros semejantes, un intento desesperado de acompañar y aliviar su congoja, el hecho de que ellos y nosotros debemos morir, expresar aquel dolor y conquistarlo a través de un territorio compartido de perfección, un presagio de inmortalidad que desmiente nuestro triste destino. |
–No somos tan diferentes, usted y yo, músicos y doctores. Un artista trata de darle forma a un mundo estropeado y un doctor trata de darle salud a un cuerpo enfermo y deforme. (…) Soy un artista de cuerpos que salva vidas para que un artista de almas como es usted pueda convertir las nuestras en vidas que valgan la pena salvar.
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Lo cierto es que mi primer encuentro con la música había sido desde el interior de mi madre (…) fueron los movimientos de su corazón los que me enseñaron el concierto del universo, una concordia de resonancias que todavía me acompañaba como un eco.
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¿Cuán doliente y delirante estaba? Tan doliente y delirante que, por primera vez en mis veintidós años, se me negó la música, la música se me murió. Y sin ese escudo, el vacío de mi vida se pobló de reproches de los que no sabía defenderme. |
(…) algo, alguien se sumergía en mi alma y la sosegaba, augurando que todo iba a salir bien, recordándome que los finales de algo pueden ser tan hermosos como sus comienzos, que los nacimientos se suscitan aun cuando la luz comienza a decaer, que así sea, que así sea.
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Iba descubriendo que cometer un crimen menor es insignificante comparado con las complicaciones mayores que arrastra su encubrimiento.
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Dios que me instruía en el arte de refrenar mi personalidad afectuosa y la misericordia automática –y, por ende, excesivamente complaciente– que siento en forma necia por cada alma perdida que cruza por mi camino, preparándome para el día cuando, sin aliados ni familia en el mundo, tendría que discernir por mí mismo quién era mi enemigo y quién mi amigo.
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Gregorio Samsa es un ...