(…) como si un coro de ángeles hubiese buscado amparo en mis oídos, apaciguándome hacia un sueño final. Era la canción más serena que bendijera mi existencia.
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(…) como si un coro de ángeles hubiese buscado amparo en mis oídos, apaciguándome hacia un sueño final. Era la canción más serena que bendijera mi existencia.
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(El arte de la fuga, Contrapunctus IV) Declarar que era divino no sería insultante para Dios. Perseguía consoladoramente su propia melodía en una semblanza de la eternidad, cada nota alcanzando la próxima transparencia y evadiéndose de la espiral anterior y luego excediéndola, como estrellas que desearan ser el sol para que el sol dulcemente las devorara junto a la luna, una cadena de fuego que ardía de luz tierna, de luz suave, de un no sé qué que quedaba balbuciendo. Cuando terminé se produjo un silencio como debió de existir antes de que Dios mismo decidiera crear todo lo que perdura, un silencio al que todos debemos retomar, pero que sería, gracias a esta fuga, un retorno consolador; porque habíamos entrevisto la existencia de un lugar y luz que nos trascendía, un desafío posible a la muerte. |
¿Comprendería que el ritmo del universo que mi madre me enseñó con cada golpecito de su corazón que algún día iba a cesar y morir, me lo había enseñado cuando yo nadaba hacia este momento, esta música, este allegro y andante y presto, que es posible mantener a raya el terror pero solamente durante el interludio y el arco de esta breve sonata de la vida, que vamos a morir y que no hay nada que podamos hacer para evitarlo, lo comprendería, era capaz?
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Sentí que aquellas palabras del pasado entraban despiadadamente en lo más profundo de mi corazón exiliado.
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Un réquiem, desde el momento en que nacemos nosotros, los humanos, estamos siempre cantando algún tipo de réquiem para nuestro funeral cotidiano, y también para las otras almas, y el único pecado es no ser capaz de celebrar la alegría y la vida mientras vamos desvaneciéndonos, muriendo poco a poco.
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(…) el secreto de mi existencia, el origen de la música en la matriz de la que todos provenimos, la música que la mayoría de los mortales olvida pero que Dios me dio el privilegio de recordar (…)
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Su voz se elevó un poco, todavía conteniéndose, todavía tratando de honrar su voto de silencio, perdiendo la batalla contra la música que pedía, a ráfagas, brotar de ella, transformarse en canción.
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Yo había estado dentro de ella, desde ese interior había nacido y toda mi vida había encontrado un refugio en sus brazos, cómo era posible que no pudiera hallar ahora un modo de librarla de la fiebre endemoniada que le comía las células, destrozándole el corazón, sumiéndola en un delirio que duró horas, días, toda la semana.
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Un sollozo sacudió mi cuerpo. Podía percibir, surgiendo desde mi interior, la vieja necesidad de drenar mi ser de cada último pantano de pena hasta que no quedara nada, permitiéndome de nuevo enfrentar el mundo. Fue como siempre había sobrellevado la adversidad.
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–Nunca me he separado de ella y no pienso separarme nunca, nunca jamás –exclamé–. Viviremos en nuestro Reino Negro para siempre, y vamos a morir el mismo día. Porque no hay peor destino que quedarse solo.
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Gregorio Samsa es un ...