"Envejecer es aprender a perder.
Asumir, todas o casi todas las semanas, un nuevo déficit, una nueva degradación, un nuevo deterioro. Así es como yo lo veo.
Y ya no hay nada en la columna de las ganancias.
Un día ya no puedes correr, ni caminar, ni inclinarte, ni agacharte, ni levantarte, ni estirarte, ni encorvarte, ni darte la vuelta de un lado, ni del otro, ni hacia delante, ni hacia atrás, ni por la mañana, ni por la noche, ni nada de nada. Solo puedes conformarte, una y otra vez.
Perder la memoria, perder los referentes, perder las palabras. Perder el equilibrio, la vista, la noción del tiempo, perder el sueño, perder el oído, perder la chaveta.
Perder lo que te han dado, lo que te has ganado, lo que te merecías, aquello por lo que luchaste, lo que pensabas que nunca perderías.
Readaptarse.
Reorganizarse.
Apañárselas.
No darle importancia.
No tener ya nada que perder".
Michka, antigua correctora de una revista de moda, se ve abocada a una residencia de ancianos cuando la vejez hace estragos en su mente. La misma que un día trabajó con las palabras, ahora las pierde, las cambia de sitio, se le escapan. La Michka niña escapó de un campo de concentración gracias a unos desconocidos a los que quiere dar las gracias antes de irse, aunque no sabe cómo.
"Cuando me imagino vieja, realmente vieja, cuando intento proyectarme dentro de cuarenta o cincuenta años, lo que me resulta más doloroso, más insoportable, es la idea de que ya nadie me toque. La desaparición progresiva o repentina del contacto físico".
Las gratitudes no es un libro triste, a pesar de todo. Michka es adorable y los de su alrededor la quieren. Y le dan las gracias. Ya lo dice el refrán: es de bien nacido ser agradecido.