Nuestra Señora de París de
Victor Hugo
(…) y además de vez en cuando este conglomerado de ruidos sublimes se entreabre para dar paso a la fuga del Ave María que estalla y burbujea como un penacho de estrellas. Por debajo, en lo más profundo del concierto, se puede distinguir confusamente el canto interior de las iglesias que transpira a través de los poros vibrantes de sus bóvedas. Todo esto es, de verdad, una ópera que merece la pena ser oída. Normalmente los ruidos que de París se oyen durante el día, son como el habla de la ciudad y por la noche son su respiración, pero, en este caso, es la ciudad que canta. Aprestad el oído a ese tutti de campanarios, desparramad por el conjunto el murmullo de medio millón de hombres, la queja eterna del río, el aliento infinito del viento, el cuarteto grave y lejano de los cuatro bosques, emplazados en las colinas del horizonte cual inmensas cajas de órgano; eliminad como en una media tinta todo lo que el carillón tenga de excesivamente agudo y bajo y decid si habéis visto a oído en el mundo algo tan rico, tan alegre, tan dorado, tan deslumbrante como este tumultuoso repique de campanas, como ese ardiente brasero de música, como esas diez mil voces de bronce cantando juntas en flautas de piedra de trescientos pies de altura, como esa ciudad que es una orquesta toda ella, o como esa sinfonía comparable al ruido de la tempestad.
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